viernes, 11 de marzo de 2011

Bajo Reserva

No siento alivio mirando los diarios, para mañana serán diez muertos. Observo los oficios en mi escritorio con las manos transpuestas hasta que alguien toca mis hombros y pregunta por estas ojeras de campeonato, quizá desaparezcan a la hora de salir, a fumar o tomar un poco de aire. Estratégicamente aflojo el nudo de la corbata y balanceo los pies hacia adelante. Me trueno los dedos. Si quiero terminar el último minuto sentado, esperando frente a mí una reseña, o una pastilla de hierbabuena que saque del pantalón, o un lapicero que se deslice del escritorio, un clip, los pedazos de goma, o el desayuno que dejo a medias.

Que el edificio entero se caiga en mi espalda al saberse incómodo de mí.

Ayer un hombre leía en el metro: Nietzsche para estresados. 99 píldoras de filosofía radical para gente con preocupaciones. ¿Algún suicidio en las vías?, no habría que leerlo sino escucharlo; me uní con una mirada triste, tristísima que al vagón le salían lamentos. Esta noche habrá ruedo en los cafés del norte, los más siniestros yuppies satelúcos hablando de problemas, por hoy: orientales. Y no quiero estar ahí hasta pasadas las once cuando el olor a D&G que desprenden sus camisas se supla por aromas místicos de incienso para ocultar el tabaco, y el sexo; además que la cerveza se consigue por permutas mínimas.

He caído en el fondo del sombrero de un mago sablista. Me he gastado todas las salidas, todos los pasajes sinuosos, todas las horas de ansiedad, todas las excusas, todos los romances, la voz, he gastado hasta la banqueta que se sacude al sentirme; y de paso anótese: me he gastado todas las membresías de Starbucks.

Hablar da risa. Escribir… mata, letra a letra. Al cabo, vámonos todos sintiendo un poco míserables.