sábado, 30 de mayo de 2009

El mejor negocio.

El negocio es lo mejor que hago desde hace dos años. Hoy es el más grande, se descubrirán mis agallas. No se necesita mucho, sólo saber tres cosas: Qué negociarás, con quién negociarás y a quién matarás. Asimismo.

Hace un par de años comencé intercambiando potes baratos. Llenamos los recipientes de trinitrotolueno para que -después de mezclarlos con grasa humana- se encendieran en los hoteles del sur. Ellos nos lo pedían, nunca supe la cantidad de seres que morían infaustos con su propia grasa y la razón; después de ver los cuerpos destazados en los titulares, me estimulaba. Éramos dos, Peque y yo. Cada uno haciendo su labor propia desde su trinchera. Había que tener cuidado con las luces de las lámparas y los enchufes; cualquier chispa, en cuestión de minutos, nos reventaría hasta los huesos, quedando nada. Pero era más que hemostático, una mezcla química de alcaloides humanos con la adrenalina pura de los nervios, sudor y pensar mejor. Siempre he fraseado, el negocio es la burla perfecta de los débiles, de aquellos que como yo, hasta un tenedor de polímeros se hace el arma adecuada. Nunca he visto morir a alguien, no me interesa además. Sin embargo, hoy parece ser el día en que vea y haga desplomar al primero si ellos me lo piden.

Estoy en el auto, son las dos y cuarenta minutos. He llegado veinte minutos antes, pero sé que ellos están aquí esperándome hace dos horas, viéndome llegar y conducir hasta la torre baldía. Y ahora sí, los huevos se me fueron a la cabeza; no puedo pensar en otra cosa más que no sea en el revólver anglosajón que llevo en la cadera. Péque me llama cada diez minutos, en una de esas ni le contesto. Me dice que son diez hombres y unas tres mujeres para timar. Cinco de ellos me apuntan a la cabeza desde la altura, dos me pisan los talones y han llegado hasta el cofre del auto, a tres de ellos los ha perdido. Llevo la camiseta polo y los zapatos de suela natural, así será más ágil la huída. Apago el motor del auto, no me deja escuchar. Espero los veinte minutos con la nuca en el respaldo. Acaricio cautelosamente mi barba, no quiero pelear sin parecer un hombre de fierro malo.

Todo ocurrió hace un mes. Algo tuvo que salir mal para llegar a este extremo, y así se hace menos dulce. Péque y yo hicimos el trabajo bien, nos dejamos fraudar por veinte millones de reais, y a cambio tomamos a Elvia, la mujer de todos hasta entonces, y se había hecho de un solo, sin saberlo. Pero no fue culpa nuestra, nunca supimos hasta que ella, después de escupirla y follarla cinco veces simultáneas, nos lo hizo saber. No podíamos dejar que ella se fuera así como así, menos sabiendo el peligro que eso implicaría con el Mayor. Aún cuando la degradamos Elvia nos pidió perdón, la metimos en uno de esos potes de trinito y luego la encendimos. Vimos el fuego en el centro de ese pote, Elvia hervía en su propia grasa, cayendo desde la torre en que ahora me encuentro esperando, con el barrilete en una sola mano. Después de aquello: los vecinos, una coalición de asesinos monitoreados por el Mayor, nos buscó en semanas por robarles su única y patética dama, a saber valía más que todas por ser virgen y tener tetas de niña. Yo la veía como todas, había dejado de interesarme desde el primer negocio, donde descubrí lo mío.

Han pasado diez minutos y no ha tronado el primer disparo. Esta vez no tenemos método, Péque y yo sabemos de una buena vez que cualquiera de nosotros puede morir primero; y no nos asusta, es más: nos constriñe. He decidido bajar del auto. Tomo la gabardina negra y la pongo sobre mi cabeza, abro la puerta y camino hasta la entrada de la torre. No hay nadie. Trato de abrir el portón, está atorado, tomo la ganzúa y lo forjo. Las luces están apagadas así que camino prudente, discreto. Péque ha dejado de llamar, eso me hace pensar que está muerto. Subo las escaleras con la 38 en el pecho, despacio, dos escalones por cada suelazo. He comenzado a sudar. Qué demonios, parece que alguien está arriba, seguro me esperan cientos de balas justo en mi pecho, de pensarlo las rodillas me tiemblan, pero no tengo miedo: es atractivo. Hora de entrar, exhalo el último jalón y empujo la puerta apuntando primero, abro los ojos y está mamá con una bata de baño, recostada en el sofá de reposo «asustada por el eco», descuelga el teléfono. Satisfecha me acaricia el cabello y me lleva a su pecho:

- ¿Dónde has estado?, son más de las once. Vamos, es hora de dormir.
- ¿Y Péque?
- Péque te buscó, se fue a su casa. Ahora tú métete a dormir, ya mañana seguirán jugando.
- Un rato más.
- Nada, es tarde.

A Michael de Lucio, por enseñarme que la verdad también se inventa.

sábado, 23 de mayo de 2009

La "S" de mi cuerpo.

Llevo en la palma de mi mano izquierda un futuro, una vida que se superpone en negativa ficta; haberes, nada más. Guardo en ella míseras líneas trazadas hacía una ruta natural, delicadas y nada escultóricas. Surcos casi indelebles de aquello que me espera en emboscada; están conmigo, me doy cuenta, los observo y los sigo conservando sin dejar de lado la contemplación, la más pura y la más sincera. De alguna manera siento que los huecos en mi mano me van a salvar; salvarme de algo que no se fermenta. No quiero dejar atrás el tiempo malogrado (porque de llana forma me sostiene), como el péndulo de hierro que se abalanza bajo las manecillas de oro y óxido «sincronizadas al compás, al compás de mis días». La vida me ha batido, me ha hecho esperarle: sosteniéndome apenas con las puntas de los pies, inclinándome en un ahogo de saliva, con los párpados cansados, escuchándome de propia voz las mismas leyendas, ésas que no acarrean ni deleitan; embelesándome en inconciencia. Quién diría que es una la vida y la inercia. Ahí mismo, guardo los más ingenuos recuerdos, cabellos de dos cabezas atorados en los pocos dientes del cepillo, puñetazos en el cráneo que despiertan al crujir de los nudillos. Me basta decir por ahora, que entre la felpa y la rugosa –cada lado de la noche-, se esconde un antojo que no muere, un Soñador que no yacerá siendo un exquisito cadáver para gusanos. Y es que tanto tiempo despierto me ha hecho ciego, un cíclope de corazón flojo que se alimenta de su propia palpitación. De esta manera, he prometido -bajo el techo de Tirol- barrer tantos recuerdos que se han quedado, destapar la felicidad que guardo en una taza de azúcar refinada, abrir la caja negra de un avión siniestrado cual piloto no se atreve abrir, restar segundos a la freidora que atrapó mi cabeza, hacer un solo nudo a la corbata que llevo y en ella una quimera de letras perennes «Soñador», porque mañana, el mañana que trasciende, es probable que no llegue.

Fuera de ese mundo en que estuvimos uno a uno. Fuera de ese mundo en que ahora estoy yo, solo como un héroe, pero sin ninguna razón para sentir coraje: la desgracia ajena no me roza, en ocasiones sí, pero hoy sin duda, es uno de esos días que no pasa. Me ha quedado una quinta parte de mis buenos propósitos, de mis buenos proyectos, de mis buenas intenciones, pero la quinta parte que me ha quedado de lucidez, alcanza para darme cuenta de que eso no sirve. En el fondo, nada de eso es demasiado importante, mas en el gesto hay familiaridad, hay sencillez, hay un germen cautelar que embarra más sentidos que personas. A causa de la disnea me veo forzado a despertar jadeante, en calor y en busca de aire sobre el edredón de inapagable valor –un valor que nunca adelgaza-.

Y es que a los ojos de una gitana cualquiera de mis líneas significa algo.

viernes, 15 de mayo de 2009

Una Pieza de Viernes

Digamos que Mabe no posaba unas nalgas que movieran el asfalto o un cabello de cristal como siempre anhelé, pero tenía cliché y se le venía el mundo en cada pujido. Tenía más experiencia que vida y eso fue un buen juego para nosotros. De hecho, nos tomó a ambos todo un día reparar las zonas exquisitas de la piel; sus lunares-mis calvicie.

Resultó evidente que el viaje que haría Mabe a Coachella terminaría conmigo y con mi «súper yo», y aún así, me caló casi pólvora en la sien; como si no lo supiera desde un principio.

De vez en vez se mordía las uñas sintiéndose miserable y culpable, pero nunca conmigo; se arrancaba la piel seca de los dedos y mantenía la mentira hasta dejarla caer en picada. Frente a sus amigos siempre fui «su compañero», ante compañeros «un amigo», y para ella «una locura». Tenía talento de ángel en hacer la vida; a decir verdad, cada día tenía más frescura y gracia, así que nunca encendí en reproches. En ningún tiempo conocí de ella alguna de tantas fobias que eran parte de mis códigos de vida. Impulsos tuvo muchos y el último que nos apolilló, fue Coachella.

Comenzábamos el día resarciendo y reformando fotogramas enormes, y una vez terminados, los pegábamos en un muro de su apartamento. Después de tres líneas de clorhidrato -en cada mano- llevábamos las sillas de mimbre a la terraza y desde el cuarto piso del edificio escuchábamos a Royer Waters en colmada efervescencia. Murmurábamos porque nunca queríamos fragmentar voces en aquel transalmático y holocausto panorama. La pena hubo, cuando en el intervalo de todas esas operaciones diurnas, recogí de un libro grueso hojas amarillas y manchadas de tinta, lo empecé a leer, pero mi cabeza estaba demasiada alterada por el tabaco para soportar la lectura, al menos entonces; pero, al escrutar las hojas sobre una página al azar, brotó un pasaporte a Indio, California. A la sazón surgió distinto de todas aquellas fojas. No quise comentar nada, la ofrenda de licores y ceniceros no terminaba. Esa misma noche me impuse no alegar, sus piernas yacían en mi torso el mejor sexo en tres meses, desde el revolcón que tuvimos en la presentación de The Haerds Of Love en el Lobby de Tamasopo.

Mabe siempre fue sincera conmigo, nunca alarmé en eso, y cuando terminaba acostándose con Roberto -su pasada pareja-, un puñado de vergüenza y lloriqueos la aquejaban. Me decía que el primer amor siempre es una mierda, pero hasta las mejores heces se secaban con el tiempo; lo tomé como promesa dos veces, luego fue un consuelo. Yo por el contrario, nunca le narré mi historia, lo que me sacudía y lo que poco a poco me astillaba el pecho. Siempre fui callado con ella, únicamente la atendía, la escuchaba y elegía bien en admirar su hábito y sus días, que para mi fueron como novelas rusas, sin purgatorios. Algo me mantuvo cerca de ella, no eran sus senos newyorkinos, ni sus piezas y aclaraciones en esos fotogramas, no era su posición social y artística, mucho menos su esencia de hembruela moderna. Ahora sé que lo que me mantuvo cerca no fue amor, aunque sus paraísos artificiales en la sala me entrañaban entornos biosicomaternales. Alejado de eso, me sostenía como vidaescucha de sus etapas maduras.

De mañana decía: «Mabe» y significaba «Hagamos el amor.» (Había un «Mabe» que era reproche, otro que era aviso, otro más que era disculpa.) Pero ella lo malentendía como olas oscuras; golpea y soba. Cuando pronunciaba el «Mabe» que significaba «Dos horas más», ella muy ufana contestaba: «¿Te parece que me voy ahora? ¡Es tan temprano!» Oh, los viejos tiempos en que Mabe era sólo un apellido, el apellido de la nueva añoranza. Entonces sí, como se trataba de algo más que rutina, mis dos mitades debían trabajar para lo mismo, ya no podía pensar en lo que quería. Es cierto, la fatiga se me instalaba en la espalda y en la nuca, como un parche poroso; lo estaba agrandando. Pero es honestidad no es mojigatería, no es afectación, no es pretender que sólo apuntaba al alma con un revolver de Cont. Es pureza, y esa pureza es querer cada centímetro de su piel, es aspirar su embriaguez, poro a poro; recorrer su exilio. Ella dictaminaba, me escuchaba porque no le queda otra cosa qué hacer. Yo jugaba con sus lunares. La mejor escena era cuando se decidía a gatas, y aún así le venía en gana frotarme el cierre. En la desnudez los cuerpos temblaban en matices que terminaban por distinguirnos: piel clara y dorada por una rancia y arrugada. Todas las tardes poníamos a Gone In 60 Seconds a todo volumen, decía que con esa música los pezones le brotaban solos. La última vez bebimos café rociado de güisqui, encendimos varios cigarros de garage en la terraza y, después sí, inhalábamos sobre billetes azules, mismos que comprábamos a muy buen precio con la Burshe. A las tres de la mañana ya tenía el revolver sobre la nuca «el peso de la memoria».

Mabe desde hace dos años tomó el vuelo a California a encontrar su vivencia efectiva y real con instrumento en mano; y como sus fotogramas en la carcomida pared, nunca se movieron de ahí.

Así resultó que yo fui una hoja en blanco, un completo desconocido de una vida que ha decidido dejar morir, una probabilidad de sus piezas nada más. Anoche recibí su llamada, la primera desde el norte, y satisfecha me ha dicho que decide festejar su cumpleaños en actual soledad. 34 años me ha dicho. Un golpe bajo, evidentemente. Me sentí como desnudo, con esa desesperada incuria de los sueños. Cuando uno se pasea con alguien, diez o trece años mayor, la gente lo festeja de vereda a vereda, y aún en el infortunio, lo que queda decir es nada.

A Jessica, por ponerle nombre a las muñecas.

martes, 5 de mayo de 2009

Ella invita

Mirna dice que le gustan mis rodillas porque parecen dos bisquets crudos. A mí me gustan sus senos, son iguales a esos aeróstatos de curva perfecta, pequeños, más pueriles y blancos como su cuello. Si miras de cerca están marcados por ramitas de sangre aminados por delicados vellos casi transparentes. Su espalda angosta de vértebras prominentes dignas de una cintura color canela, y de una cadera de ensueño que cargan algo redondo, firme y agraciado.

Es de madrugada en la habitación, los ojos de Mirna –limpios de rimel- tratan de mirar los bisquets: ya no quiere escuchar a R.E.M. Dice que le quita el sueño. Con la yema del dedo rodea las arrugas más punteadas de mis rodillas, en espiral, círculo por círculo hasta sentir mi piel dormida inesperadamente. En forma parecida me ha hecho confesarle cosas que de otra manera no saldrían de mi bocota. Este asunto, y el hecho de no tener más cigarros, me exaspera bastante. Mirna se recoge el cabello con una pulsera de cobre e inclina su cabeza a mis piernas, cierra los ojos y apenas abriendo los labios cae en la cuenta…

«El tiempo se ha ido con su ucrónicoamador»«Alarmada»

Así me aclama. Mirna levanta el vestido beige de la alfombra. Toma un trago de ron, el último, y se acomoda el vestido como anillo, de arriba abajo, estirando los brazos al techo hasta que mira el borde en sus chamorros. Tan pronto con las llaves del auto entre los dientes:

- No me pagues, has comenzado a gustarme.
- ¿Nada más así? ¿Cómo?
- Pues así, como si te diera lo mismo.


«Valiente»