Hace un par de años comencé intercambiando potes baratos. Llenamos los recipientes de trinitrotolueno para que -después de mezclarlos con grasa humana- se encendieran en los hoteles del sur. Ellos nos lo pedían, nunca supe la cantidad de seres que morían infaustos con su propia grasa y la razón; después de ver los cuerpos destazados en los titulares, me estimulaba. Éramos dos, Peque y yo. Cada uno haciendo su labor propia desde su trinchera. Había que tener cuidado con las luces de las lámparas y los enchufes; cualquier chispa, en cuestión de minutos, nos reventaría hasta los huesos, quedando nada. Pero era más que hemostático, una mezcla química de alcaloides humanos con la adrenalina pura de los nervios, sudor y pensar mejor. Siempre he fraseado, el negocio es la burla perfecta de los débiles, de aquellos que como yo, hasta un tenedor de polímeros se hace el arma adecuada. Nunca he visto morir a alguien, no me interesa además. Sin embargo, hoy parece ser el día en que vea y haga desplomar al primero si ellos me lo piden.
Estoy en el auto, son las dos y cuarenta minutos. He llegado veinte minutos antes, pero sé que ellos están aquí esperándome hace dos horas, viéndome llegar y conducir hasta la torre baldía. Y ahora sí, los huevos se me fueron a la cabeza; no puedo pensar en otra cosa más que no sea en el revólver anglosajón que llevo en la cadera. Péque me llama cada diez minutos, en una de esas ni le contesto. Me dice que son diez hombres y unas tres mujeres para timar. Cinco de ellos me apuntan a la cabeza desde la altura, dos me pisan los talones y han llegado hasta el cofre del auto, a tres de ellos los ha perdido. Llevo la camiseta polo y los zapatos de suela natural, así será más ágil la huída. Apago el motor del auto, no me deja escuchar. Espero los veinte minutos con la nuca en el respaldo. Acaricio cautelosamente mi barba, no quiero pelear sin parecer un hombre de fierro malo.
Todo ocurrió hace un mes. Algo tuvo que salir mal para llegar a este extremo, y así se hace menos dulce. Péque y yo hicimos el trabajo bien, nos dejamos fraudar por veinte millones de reais, y a cambio tomamos a Elvia, la mujer de todos hasta entonces, y se había hecho de un solo, sin saberlo. Pero no fue culpa nuestra, nunca supimos hasta que ella, después de escupirla y follarla cinco veces simultáneas, nos lo hizo saber. No podíamos dejar que ella se fuera así como así, menos sabiendo el peligro que eso implicaría con el Mayor. Aún cuando la degradamos Elvia nos pidió perdón, la metimos en uno de esos potes de trinito y luego la encendimos. Vimos el fuego en el centro de ese pote, Elvia hervía en su propia grasa, cayendo desde la torre en que ahora me encuentro esperando, con el barrilete en una sola mano. Después de aquello: los vecinos, una coalición de asesinos monitoreados por el Mayor, nos buscó en semanas por robarles su única y patética dama, a saber valía más que todas por ser virgen y tener tetas de niña. Yo la veía como todas, había dejado de interesarme desde el primer negocio, donde descubrí lo mío.
Han pasado diez minutos y no ha tronado el primer disparo. Esta vez no tenemos método, Péque y yo sabemos de una buena vez que cualquiera de nosotros puede morir primero; y no nos asusta, es más: nos constriñe. He decidido bajar del auto. Tomo la gabardina negra y la pongo sobre mi cabeza, abro la puerta y camino hasta la entrada de la torre. No hay nadie. Trato de abrir el portón, está atorado, tomo la ganzúa y lo forjo. Las luces están apagadas así que camino prudente, discreto. Péque ha dejado de llamar, eso me hace pensar que está muerto. Subo las escaleras con la 38 en el pecho, despacio, dos escalones por cada suelazo. He comenzado a sudar. Qué demonios, parece que alguien está arriba, seguro me esperan cientos de balas justo en mi pecho, de pensarlo las rodillas me tiemblan, pero no tengo miedo: es atractivo. Hora de entrar, exhalo el último jalón y empujo la puerta apuntando primero, abro los ojos y está mamá con una bata de baño, recostada en el sofá de reposo «asustada por el eco», descuelga el teléfono. Satisfecha me acaricia el cabello y me lleva a su pecho:
- ¿Dónde has estado?, son más de las once. Vamos, es hora de dormir.
- ¿Y Péque?
- Péque te buscó, se fue a su casa. Ahora tú métete a dormir, ya mañana seguirán jugando.
- Un rato más.
- Nada, es tarde.
A Michael de Lucio, por enseñarme que la verdad también se inventa.
- ¿Y Péque?
- Péque te buscó, se fue a su casa. Ahora tú métete a dormir, ya mañana seguirán jugando.
- Un rato más.
- Nada, es tarde.
A Michael de Lucio, por enseñarme que la verdad también se inventa.