***
La literatura rusa es lo bastante irritante para odiarla en el segundo párrafo, dijo mi abuelo cuando le notifiqué la idea de ser escritor. Leyóla de cabo a rabo, convencido de la necesidad de asegurar su independencia contra la mía. Dos años de gloria en la periferia norte de la ciudad; uno como lector y el segundo como un adonis acaro por el trabajo y la universidad, con una trama histórica de baraúndas.
Es más simple la literatura clásica, la mexicana, la que no tiene interés otro que la pura carcajada, volvió a decir el abuelo cuando le comuniqué la idea de ser filósofo. Dos años más, llena de ardor y de pasión, como una gaviota de estepa, me dijo que la ventura forma a un hombre, no las pasiones. Todo el cariño, todos los sentimientos, toda la ternura y la rigidez que es capaz de sentir un hombre se transforman en un alivio maternal. En la primera batalla me cortaba la cabeza con ideas simplonas.
A la edad de once años ingresaron en el monasterio dos abogados de la capital, pues como todos los notables distinguidos de aquella época eran abogados no necesitábamos más; ahora ya no vale la pena, dijo el abuelo mientras tomaba un poco de su ron antiguo: ¿Ya sabes qué quieres tú?
-Lo mismo que tú.
-¿Abogado?, lo mismo da si te clavas la lezna por la nuca.
El abuelo enronqueció la voz y me invitó un cigarro, fuerte y calado como sus rodillas crujiendo en el asfalto. No dijo más hasta que llegó la tercera fumada y mientras aclaraba el humo en sus labios, sostuvo una postura que desconocía totalmente.
- Si lo quieres así, que sea así.
***
Es menos costoso por este lado, ¿ves? Y el paisaje es más nutrido, acá no hay señalamientos ni retenes de ésos que te joden hasta los huesos. Casi llegamos, ¡mira! de aquél lado, donde se ve la pradera verdusca y luminosa, ¿la notas?, ahí nació tu madre, comentaba el abuelo mientras yo conducía. En cuarenta minutos estamos allá. No dejarás de visitarme aunque sea muerto, es mi voluntado contigo. Ya conocerás el lugar donde nació tu abuelo, y entonces sí, verás que la vida por acá es fiel, no te pide nada a cambio.
Íbamos los dos solos, como dos jóvenes que escapan de casa para irse lejos de sus padres. Me pidió que comprara flores y varias cervezas. Era lo bastante viejo para que sus piernas se entorpecieran al bajar del auto. Su tierra le daba la vida que la ciudad le restaba, no tardó en ponerse su sombrero cuando ya veíamos el letrero verde: “Bienvenidos a Michoacán”. Qué linda es mi tierra, me envolvió de un grito cuando pasamos la franja divisoria. Miró las flores y me dio una cerveza destapada.
-Así, pues, ya ves que se puede emprender la guerra; el honor es de caballeros, y nuestro honor de caballeros nos lo impide. Ya estoy viejo, y mira si pudiera caminar como antes, hubiera seguido ese juicio yo mismo. Pero bueno, ya está ahí, el fallo se dictará en muy poco y tenemos todas las de ganar. Lástima que apenas estás estudiando, sino te lo encargaba a ti. Y ya que se trata de decir la verdad, a ti te encargo otra cosa: yo quiero que me entierres acá, en el lugar dónde nací; la capital es cosa que no me gusta. Prefiero que seas tú y no los cazasuertes que tienes por tíos.
Dimos dos tragos más de cerveza por el juicio y por el servicio del momento tan accionista. El abuelo no dejaba de mirar la pradera. Aún no había pasado una hora de esa charla cuando llegamos a un panteón gigantesco al que entramos con el auto hasta la orilla de unas tumbas tristemente preciosas. ¡Aquí es!, aquí enterraron a mi madre y tú me enterrarás aquí también. Al principio las demás tumbas me parecieron discretas, incluso que mi abuelo bajó las flores del auto y las dejó sobre la pileta de una tumba blanca. ¿Qué clase de hijo puede ser el que aún no ha combatido ni una sola vez contra tu ausencia?, con la voz baja mi abuelo saludaba a la tumba y con el bastón le quitaba hojarasca amarilla de la placa. Por mi parte, bajé una cerveza y la bebía sentado en la sepultura vecina cuando mi abuelo me pedía otra cerveza.
-¿Cómo hemos permitido que envejezca? Me siento igual, pero hay muchas cosas que ya no me responden, sino fuera por estas piernas júralo que volvería atrás por última vez.
Poco a poco el abuelo se perdía sobre el nombre grabado en la tumba y sólo quedaban flores, todo el viaje tenía el aspecto de haberse arruinado con la llegada al panteón.
-¿Dónde estarás tú? Aliviaba el abuelo su voz con un ligero exhalar que llegaba hasta el sarcófago.
Pasada la tarde, conduje a donde el abuelo me había pedido. Llegamos a una Inmaculada casa de una iglesia cercana; ahí vendían comida barata y muy bien preparada, él me contó que todo lo que vendían era para la iglesia. Nunca lo creyó y el desarrollo de su expedición a esos terrenos me hizo desvirtuar un poco esa gracia.
Me preguntó si me sentía con ganas de manejar de regreso esa misma noche. Ya no quise seguir, nos hospedamos en un hotel del centro y pidió una habitación para mí, no sé que tan solo necesitaba estar él o yo. Pero antes, nos bebimos toda la cerveza en la sala de juegos.
***
Bajando del taxi miré la casa del abuelo por fuera. La puerta estaba abierta; y en la entrada permanecía mi madre y sus hermanas esperando algo. Pagué el taxi y me senté en la banqueta mientras observaba la casa. Cinco minutos después llegó una ambulancia y se estacionó con la puerta trasera abierta, bajaron y se metieron a la casa; encendí un tabaco y esperé. Los paramédicos sacaban al hombre de opinión rutinaria y de defensas largas y gratificantes, débil en su andar que, ante los tribunales, sostenía una justicia en la que ni él se sabía merecedor, pero que a pesar de sus esfuerzos las rodillas maltrechas le eran un insignificante; al abuelo. Y ahí, sentí un escalofrío cruel de horca implacable en todo el curpo.
***
Llegó el momento de llevarlo a su tierra, pensé mientras sacaban al abuelo en una camilla cubierto por dos sábanas blancas. Comencé a recordar con pecho cortado todo lo que había pasado en Michoacán. Cómo le iba a explicar a la abuela que su nieto conoció a la familia que tendría el abuelo oculta hasta el momento de su muerte.
Esa noche en el hotel, después de beber con el abuelo, me dijo que tenía una familia muy pequeña a la que quería por encima de la abuela. Todo el sudeste del cráneo se me enfrió, y hasta la borrachera se me había bajado. Yo le dije que un hombre borracho no debe hablar.
-Dile a María de mi parte y de parte de Silvia que no tema nada y que nada pasará después de mi muerte. Silvia no le pedirá nada. Es más, si en el dado caso se conocieren, tú serás quien explique esto y por ninguna razón lo dirás mientras yo viva.
Esa noche por supuesto no pude dormir, llevé al abuelo a su habitación dejándolo de lado, y no teniendo más que oídos me acosté a su lado para escuchar lo que regurgitaba mientras dormía.
-Ya la conocerás, ya la conocerás. Apuesto que no te pido nada que no haga ningún hombre capaz de hacer por su abuelo.
Salí del cuarto cuando su voz comenzó a debilitarse y al mismo tiempo se callaba. En aquél instante necesitaba un consejo, quizá más que eso, un alivio o que alguien tomara mi cabeza para dejarla en su pecho mientras yo salpicaba de lágrimas toda su ropa. Sin embargo, el abuelo y yo estábamos a suficientes kilómetros para emborracharnos y decirnos verdades que no catalizaban en la mente de uno ni del otro, pero aún así me atrevía a escucharlas. Por largo rato me quedé sentado afuera de una tienda gigante pensando en el abuelo y en la abuela, pensando en el momento en el que el abuelo muriera. Y a mí no me sería tan dulce conocer a su familia.
Al otro día el abuelo me despertó con tremendos palos en la puerta de la habitación. En el almuerzo nadie dijo palabra alguna, el abuelo se veía contento.
- ¿Cuándo entras a la universidad?
Preguntaba mientras me dirigía por calles muy extrañas y me estacionaba frente a una casa grandísima de muy poca obra, y de pronto los ojos del abuelo se llenaron de felicidad, cogió rápidamente su pañuelo y se cubrió con él el rostro. Tras haberse limpiado el sudor, tocó el timbre de la puerta gigante, y en seguida salió una mujer de aproximadamente los mismos años que mi abuelo, ochentayalgo.
-Silvia, éste es mi nieto.
Agaché la cabeza, la señora no mostraba nada de incredulidad o de asombro cuando me extendió la mano para estrecharla con varios anillos de oro.
-Ya lo creía así. La primera vez que te trajo tu abuelo eras un crío.
Entonces eso me hizo caer en la desdichada cuenta que ya la conocía bajo mi involuntad.
-Era muy pequeño, no lo recuerda.
Ellos platicaban mientras yo me quedaba encantado por el jardín inmenso y lleno de plantas que se escondía por dentro de la casa. Silvia Inclinó hacía adelante su arrugado y hermoso rostro para besar al abuelo, echó atrás los importunos cabellos, abrió los labios y durante largo rato permaneció en el pómulo de aquel viejo. Me hubiera sentido más incomodo si en aquel momento se olvidaran que estaba ahí.
Silvia no se parecía en nada a mi abuela. También a él se le desconocía la forma de hablar y de mirar cuando estaba con ella, aunque pestañaba más que en ningún otro momento. Pese a todo mis esfuerzos por conocer mejor el pasado del abuelo y mantenme en un juicio discreto que no afectara a nadie; ya era sabido, yo solo era mediador y no juzgador de tal vida. Ciertos periodos de su vida me son completamente desconocidos y no creo que tengan más noticias reservadas para mí. El abuelo era hombre de experiencias, ni bueno ni malo, pero calculador.
Esa misma tarde regresamos a la capital, y con la misma altanería de siempre nos recibió con suspiros.
***
Todos –incluyendo a mi abuela- velaban al abuelo en su ataúd de madera blanca, el olor del café irritaba las gargantas. Llegaron muchísimas personas a la velada, todas extrañando el rostro del abuelo. Saqué un cigarro y se acercó la abuela.
-Aquí no, recuerda que al abuelo no le gustaba que fumaran.
Cómo decirle a mi abuela que incluso fumamos juntos. Varios primos se acercaron llorando a mi lado y me preguntaron si lo que había pasado no me había afectado en lo más mínimo. Insensible, me dijeron varios después de ver que en mí no existía remordimiento alguno de esa muerte.
No quise permanecer más tiempo ahí dentro, así que salí del velatorio y caminé por la derecha, quizá una vuelta a la gran colonia me daría tiempo de pensar cómo llevar el cuerpo a su tierra y cómo explicar lo de Silvia si es que llegase en el momento.
La mano llena de anillos me tocó el hombro justo cuando daba la segunda vuelta. Era Silvia con una mujer de aspecto parecido pero atinadamente más joven.
-¿Nos llevamos el cuerpo?
Preguntó.
La literatura rusa es lo bastante irritante para odiarla en el segundo párrafo, dijo mi abuelo cuando le notifiqué la idea de ser escritor. Leyóla de cabo a rabo, convencido de la necesidad de asegurar su independencia contra la mía. Dos años de gloria en la periferia norte de la ciudad; uno como lector y el segundo como un adonis acaro por el trabajo y la universidad, con una trama histórica de baraúndas.
Es más simple la literatura clásica, la mexicana, la que no tiene interés otro que la pura carcajada, volvió a decir el abuelo cuando le comuniqué la idea de ser filósofo. Dos años más, llena de ardor y de pasión, como una gaviota de estepa, me dijo que la ventura forma a un hombre, no las pasiones. Todo el cariño, todos los sentimientos, toda la ternura y la rigidez que es capaz de sentir un hombre se transforman en un alivio maternal. En la primera batalla me cortaba la cabeza con ideas simplonas.
A la edad de once años ingresaron en el monasterio dos abogados de la capital, pues como todos los notables distinguidos de aquella época eran abogados no necesitábamos más; ahora ya no vale la pena, dijo el abuelo mientras tomaba un poco de su ron antiguo: ¿Ya sabes qué quieres tú?
-Lo mismo que tú.
-¿Abogado?, lo mismo da si te clavas la lezna por la nuca.
El abuelo enronqueció la voz y me invitó un cigarro, fuerte y calado como sus rodillas crujiendo en el asfalto. No dijo más hasta que llegó la tercera fumada y mientras aclaraba el humo en sus labios, sostuvo una postura que desconocía totalmente.
- Si lo quieres así, que sea así.
***
Es menos costoso por este lado, ¿ves? Y el paisaje es más nutrido, acá no hay señalamientos ni retenes de ésos que te joden hasta los huesos. Casi llegamos, ¡mira! de aquél lado, donde se ve la pradera verdusca y luminosa, ¿la notas?, ahí nació tu madre, comentaba el abuelo mientras yo conducía. En cuarenta minutos estamos allá. No dejarás de visitarme aunque sea muerto, es mi voluntado contigo. Ya conocerás el lugar donde nació tu abuelo, y entonces sí, verás que la vida por acá es fiel, no te pide nada a cambio.
Íbamos los dos solos, como dos jóvenes que escapan de casa para irse lejos de sus padres. Me pidió que comprara flores y varias cervezas. Era lo bastante viejo para que sus piernas se entorpecieran al bajar del auto. Su tierra le daba la vida que la ciudad le restaba, no tardó en ponerse su sombrero cuando ya veíamos el letrero verde: “Bienvenidos a Michoacán”. Qué linda es mi tierra, me envolvió de un grito cuando pasamos la franja divisoria. Miró las flores y me dio una cerveza destapada.
-Así, pues, ya ves que se puede emprender la guerra; el honor es de caballeros, y nuestro honor de caballeros nos lo impide. Ya estoy viejo, y mira si pudiera caminar como antes, hubiera seguido ese juicio yo mismo. Pero bueno, ya está ahí, el fallo se dictará en muy poco y tenemos todas las de ganar. Lástima que apenas estás estudiando, sino te lo encargaba a ti. Y ya que se trata de decir la verdad, a ti te encargo otra cosa: yo quiero que me entierres acá, en el lugar dónde nací; la capital es cosa que no me gusta. Prefiero que seas tú y no los cazasuertes que tienes por tíos.
Dimos dos tragos más de cerveza por el juicio y por el servicio del momento tan accionista. El abuelo no dejaba de mirar la pradera. Aún no había pasado una hora de esa charla cuando llegamos a un panteón gigantesco al que entramos con el auto hasta la orilla de unas tumbas tristemente preciosas. ¡Aquí es!, aquí enterraron a mi madre y tú me enterrarás aquí también. Al principio las demás tumbas me parecieron discretas, incluso que mi abuelo bajó las flores del auto y las dejó sobre la pileta de una tumba blanca. ¿Qué clase de hijo puede ser el que aún no ha combatido ni una sola vez contra tu ausencia?, con la voz baja mi abuelo saludaba a la tumba y con el bastón le quitaba hojarasca amarilla de la placa. Por mi parte, bajé una cerveza y la bebía sentado en la sepultura vecina cuando mi abuelo me pedía otra cerveza.
-¿Cómo hemos permitido que envejezca? Me siento igual, pero hay muchas cosas que ya no me responden, sino fuera por estas piernas júralo que volvería atrás por última vez.
Poco a poco el abuelo se perdía sobre el nombre grabado en la tumba y sólo quedaban flores, todo el viaje tenía el aspecto de haberse arruinado con la llegada al panteón.
-¿Dónde estarás tú? Aliviaba el abuelo su voz con un ligero exhalar que llegaba hasta el sarcófago.
Pasada la tarde, conduje a donde el abuelo me había pedido. Llegamos a una Inmaculada casa de una iglesia cercana; ahí vendían comida barata y muy bien preparada, él me contó que todo lo que vendían era para la iglesia. Nunca lo creyó y el desarrollo de su expedición a esos terrenos me hizo desvirtuar un poco esa gracia.
Me preguntó si me sentía con ganas de manejar de regreso esa misma noche. Ya no quise seguir, nos hospedamos en un hotel del centro y pidió una habitación para mí, no sé que tan solo necesitaba estar él o yo. Pero antes, nos bebimos toda la cerveza en la sala de juegos.
***
Bajando del taxi miré la casa del abuelo por fuera. La puerta estaba abierta; y en la entrada permanecía mi madre y sus hermanas esperando algo. Pagué el taxi y me senté en la banqueta mientras observaba la casa. Cinco minutos después llegó una ambulancia y se estacionó con la puerta trasera abierta, bajaron y se metieron a la casa; encendí un tabaco y esperé. Los paramédicos sacaban al hombre de opinión rutinaria y de defensas largas y gratificantes, débil en su andar que, ante los tribunales, sostenía una justicia en la que ni él se sabía merecedor, pero que a pesar de sus esfuerzos las rodillas maltrechas le eran un insignificante; al abuelo. Y ahí, sentí un escalofrío cruel de horca implacable en todo el curpo.
***
Llegó el momento de llevarlo a su tierra, pensé mientras sacaban al abuelo en una camilla cubierto por dos sábanas blancas. Comencé a recordar con pecho cortado todo lo que había pasado en Michoacán. Cómo le iba a explicar a la abuela que su nieto conoció a la familia que tendría el abuelo oculta hasta el momento de su muerte.
Esa noche en el hotel, después de beber con el abuelo, me dijo que tenía una familia muy pequeña a la que quería por encima de la abuela. Todo el sudeste del cráneo se me enfrió, y hasta la borrachera se me había bajado. Yo le dije que un hombre borracho no debe hablar.
-Dile a María de mi parte y de parte de Silvia que no tema nada y que nada pasará después de mi muerte. Silvia no le pedirá nada. Es más, si en el dado caso se conocieren, tú serás quien explique esto y por ninguna razón lo dirás mientras yo viva.
Esa noche por supuesto no pude dormir, llevé al abuelo a su habitación dejándolo de lado, y no teniendo más que oídos me acosté a su lado para escuchar lo que regurgitaba mientras dormía.
-Ya la conocerás, ya la conocerás. Apuesto que no te pido nada que no haga ningún hombre capaz de hacer por su abuelo.
Salí del cuarto cuando su voz comenzó a debilitarse y al mismo tiempo se callaba. En aquél instante necesitaba un consejo, quizá más que eso, un alivio o que alguien tomara mi cabeza para dejarla en su pecho mientras yo salpicaba de lágrimas toda su ropa. Sin embargo, el abuelo y yo estábamos a suficientes kilómetros para emborracharnos y decirnos verdades que no catalizaban en la mente de uno ni del otro, pero aún así me atrevía a escucharlas. Por largo rato me quedé sentado afuera de una tienda gigante pensando en el abuelo y en la abuela, pensando en el momento en el que el abuelo muriera. Y a mí no me sería tan dulce conocer a su familia.
Al otro día el abuelo me despertó con tremendos palos en la puerta de la habitación. En el almuerzo nadie dijo palabra alguna, el abuelo se veía contento.
- ¿Cuándo entras a la universidad?
Preguntaba mientras me dirigía por calles muy extrañas y me estacionaba frente a una casa grandísima de muy poca obra, y de pronto los ojos del abuelo se llenaron de felicidad, cogió rápidamente su pañuelo y se cubrió con él el rostro. Tras haberse limpiado el sudor, tocó el timbre de la puerta gigante, y en seguida salió una mujer de aproximadamente los mismos años que mi abuelo, ochentayalgo.
-Silvia, éste es mi nieto.
Agaché la cabeza, la señora no mostraba nada de incredulidad o de asombro cuando me extendió la mano para estrecharla con varios anillos de oro.
-Ya lo creía así. La primera vez que te trajo tu abuelo eras un crío.
Entonces eso me hizo caer en la desdichada cuenta que ya la conocía bajo mi involuntad.
-Era muy pequeño, no lo recuerda.
Ellos platicaban mientras yo me quedaba encantado por el jardín inmenso y lleno de plantas que se escondía por dentro de la casa. Silvia Inclinó hacía adelante su arrugado y hermoso rostro para besar al abuelo, echó atrás los importunos cabellos, abrió los labios y durante largo rato permaneció en el pómulo de aquel viejo. Me hubiera sentido más incomodo si en aquel momento se olvidaran que estaba ahí.
Silvia no se parecía en nada a mi abuela. También a él se le desconocía la forma de hablar y de mirar cuando estaba con ella, aunque pestañaba más que en ningún otro momento. Pese a todo mis esfuerzos por conocer mejor el pasado del abuelo y mantenme en un juicio discreto que no afectara a nadie; ya era sabido, yo solo era mediador y no juzgador de tal vida. Ciertos periodos de su vida me son completamente desconocidos y no creo que tengan más noticias reservadas para mí. El abuelo era hombre de experiencias, ni bueno ni malo, pero calculador.
Esa misma tarde regresamos a la capital, y con la misma altanería de siempre nos recibió con suspiros.
***
Todos –incluyendo a mi abuela- velaban al abuelo en su ataúd de madera blanca, el olor del café irritaba las gargantas. Llegaron muchísimas personas a la velada, todas extrañando el rostro del abuelo. Saqué un cigarro y se acercó la abuela.
-Aquí no, recuerda que al abuelo no le gustaba que fumaran.
Cómo decirle a mi abuela que incluso fumamos juntos. Varios primos se acercaron llorando a mi lado y me preguntaron si lo que había pasado no me había afectado en lo más mínimo. Insensible, me dijeron varios después de ver que en mí no existía remordimiento alguno de esa muerte.
No quise permanecer más tiempo ahí dentro, así que salí del velatorio y caminé por la derecha, quizá una vuelta a la gran colonia me daría tiempo de pensar cómo llevar el cuerpo a su tierra y cómo explicar lo de Silvia si es que llegase en el momento.
La mano llena de anillos me tocó el hombro justo cuando daba la segunda vuelta. Era Silvia con una mujer de aspecto parecido pero atinadamente más joven.
-¿Nos llevamos el cuerpo?
Preguntó.