jueves, 12 de agosto de 2010

"El insomnio del caníbal"


Dejas el tabaco y dejas las letras, uno sin las otras es como hacer el amor solo. Te despides de la almohada como despide una madre a su hijo el primer día de escuela. Piensas en Priscila, en sus piernas y el vestido beige que casi arrancas por la noche. Te levantas cansado, incómodo por el dolor que viene del abdomen hasta encajarse en el cuello.

Al despertar, aún con la molestia de aquel mosquito que logró escabullirse hasta tu pierna, escuchas un automóvil arrancar por la avenida tras un grito horrible, la voz de aquella mujer se le pudre en el aire haciendo eco. Priscila sigue ahí en la cama. Respiras hondo y descubres un olor a fruta sobre las sábanas que más tarde lo hallas fijado entre la tela de la almohada con dos o tres cabellos de ella: guanábana. Cierras los ojos y en ese instante los párpados te pesan misteriosamente, por las pestañas, por la piel hasta moler con las retinas miles de piedritas atoradas en los ojos. Para realizar la práctica de despertar se requieren tres cosas: un excelente punto donde dejar la mirada, estirar los brazos al techo y bostezar.

Junto a ti una caja de cigarros, el encendedor trasparente te despierta por completo las ganas de llevarte el humo al pecho, tomas uno y caminas a la ventana sin hacer ruido mientras piensas: «sólo uno». Abres las persianas y jalas hacia la izquierda, percibes el frío mezclarse entre los bellos de tus brazos incluso que al llegar al pecho se detiene y regresa a la ventana. Serán las cuatro o cinco de la mañana, lo sabes por los motores del sitio de taxis. Enciendes el cigarro y te lo llevas a la boca esperando que el humo cale hasta el fondo, hasta lo tibio de la sangre para luego arrojarlo lento por los poros y que la arritmia llegue -justo- cuando el tabaco arda en la oscuridad.

Priscila no tiene derecho a tener ese nombre. Es muy parecida a Diana García, especialmente en la escena que despierta en la playa desnuda. Recordando la canción aquélla que te tuvo entonado varios días. Volteas hacia la cama y la figura por la sábana se mueve despacio como intentando despertar. Regresas. Fumas. Percibes que en el buró hay montón de hojas apiladas sobre un folder sin color: ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que tu vida se quedó atorada en libros y hojas inútiles?, ¿A caso no es ésta la magia pura? Existen estados y obsesiones con los que no se puede vivir. Tan raro es ese sentimiento y tan extraño, hallarse repleto de uno mismo. El súmmum de un presentimiento, porque mientras ella no surja de ti mismo, mientras no brote de tu propio ritmo, la intervención no sirve de nada. Te entristece tanto el jardín de la casa en época de lluvia, que las hojas marchitas de los duraznos y granadas caigan hasta hacer una pista de hoja amarillenta, enorme. Se le empalma la buganvilia y el pasto par dar forma a una figura rupestre de mil porquerías.

Observas el celular, tres mensajes en la bandeja. Afuera el sonido de una alarma que se desactiva pronto. Priscila intenta despertar y sin pensarlo te acercas, le besas el cuello y esperas respuesta. Enmudeces un momento, solo y discreto contemplas su vestido sobre el pantalón que glorifica tantos días de marcha en el pavimento, sillas de restaurantes, roces, el tacto de una noche. Se deja ver en la alfombra: hendiduras degastadas por el uso, por los años.

Con Priscila aprendes a sentir y a no sentir. Ella te enseña a llorar a Kafka, te muestra los poemas de Liao Yiwu, el espíritu de Montesquieu, la existencia de Heidegger, la vida con Gardenn, te encamina a los ojos de Modigliani, todo con una sonrisa; incluso que dormida, el silencio de sus manos aplauden el olor a mimbre seco, el roce de la hoja en los nudillos, su cabello, el tuyo, la mancha de pasta dental en el fondo que escurre temerosa las mañanas, la centena de cabellos, la lámpara encendida, el sonido de las llaves.

Suponer a conciencia la manera de vernos, de sentirnos y desconocernos -por si acaso- de venir y abrir el secreto, de alejarnos. Estrujes el poco tabaco que queda en la colilla por la ventana y regresas, te metes debajo de la sábana y te colocas del lado que no te permite soñar.

jueves, 5 de agosto de 2010

II. Jacinta

...
-¿Qué hizo?
-Vino disque a matar a un cabrón. Se puso como loco, lanzó las sillas y echó de balazos al techo. Le dije que no volviera.
-¿Y a quién buscaba?
-Eso sí no me dijo, tampoco le pregunté, mucho tenía ya con su alboroto.

Tomé el jarro de cerveza y lo bebí pronto para darme valor. Se me estrujó el pecho y carraspeé escupiendo un poco de saliva al suelo.

"Jacinta", mi 38” repleta de pólvora estaba inquieta y deseosa. Ya merito, ya merito -le decía- ese cabrón nos va a implorar.

-¿Y tú pá qué lo quieres, Cortés?
-Me debe unos favorcitos, queremos hablar con él ¿verdad?...- y mientras acariciaba el cuero que cubría la pistola me daba más tragos de cerveza.

El cantinero comenzó a reírse de la broma, después se puso serio como las esculturas y me advirtió:

-Cortés, no seas pendejo. Si hacen sus desmadres, háganlos allá afuera, ¿está bueno?
- Tú no te preocupes, que aquí Jacintita y yo nos ponemos de acuerdo con Pepe.

Pedí otra cerveza. Revisé de nuevo cada estancia. No estaba. Eso hizo que mi rabia acrecentara, no estaba seguro de encontrarlo, pero ahí tenía que llegar tarde o temprano. Sabía que ahí llegaría y no me movería hasta verlo.

Le hicieron llegar el rumor de que lo andaba buscando. Tenía que llegar. Me tomé la barba y jugué con ella, con la mirada fija en la puerta. Me acomodé el sombrero de punta, encendí el último cigarro de la caja y permanecí en acecho. Que no me viera de pronto sentado en la barra indefenso, esperándolo. Pedí la tercera ronda, un jarrón, lo apretaba con fuerza evacuando mi cólera. Bebí rápido y las esperanzas seguían puestas en él: al encuentro de esa mirada de acero, en el lunar que escondía bajo la barba y en la irreprimible forma de armarse, la pistola a la izquierda, antigua y maltratada.

Ya había visto mucho de él, lo conocía bastante y sabía que le gustaban las cosas rápidas, sin rodeos. Y si así quería su muerte, así iba a ser.
...