sábado, 20 de junio de 2009

Del bicho que fuimos.

Hacía un jodido calor aquella noche en mi casa. Tanto que ni siquiera pensaba en atender el teléfono o moverme de ese banco mientras lo hacía girar, sólo beber cerveza con Joan y su novia de apenas seis meses. Ciertamente, dejó que pagara la primera ronda.

Llegamos al bar pasada la media noche, anímicos y tarareando a Julian Plenti desde que bajamos del auto. En la entrada Panchito hacía una lista de canciones con su banda de Grunge; esperaba tocar como cada sábado. Estaba muy pasado, se cargaba los ojos hinchados y balbuceaba. Sin perder tiempo saludamos, Joan no quería malgastarse con ellos, su novia esa noche tendría el apartamento vacío; sería la primera vez que se la tiraba. Joan no halló lugar mejor que la cantina de Isra: farolitos simulando velas a media luz, ceniceros Egos con figuras de leones apostillados, sillones de piel blanca y cojines Tobagos. Una cueva de música perfecta con los mejores licores. Desde siempre se han acogido en el lugar calvos de oficina, yuppies trajeados con mujeres maduras, en las esquinas los señores de reminiscencias sesenteras que se habitan para recordar sus melenas largas. Me preguntaba si llegaré a aquel viejo de sombrero que no deja de mover su pierna. No me costó ajustarme a eso cuando vino lo peor de la noche. Qué digo: fue lo mejor, de ello mi agrado.

A Joan y su novia los acompañé por pura apatía, me bastó un sí. De la manera más sencilla los expedientes de la Secretaría me tenían hasta la madre, y qué decir de los absurdos de oficina, aunado a eso un fin de semana abatido y pesado, sin contar el viernes. La barba me había crecido hasta la gola y el cabello por lástima, los pies me pesaban, las camisas me quedaban grandes y compré zapatos que jamás pensé en usar; pero sin más, el fin de semana que fuera una porquería me gozó. Un día antes me apresaron ideas que difícilmente se dejan de pensar en una sola noche. Me rescató Joan, llamó a mi casa y dijo que su novia había llegado a la capital. Esa misma tarde la presentaría conmigo. A mí no me importó, esas cosas no son valiosas y daba lo mismo. Pero entre mis amenidades y las de él, permanece una amistad de diez años, y si sus parámetros son importantes, a mí simplemente me queda adecuarme, a secas; sin siquiera merodear en su novia.

Entramos al bar al mismo acorde que estremecía Michael a una pareja de pinta vieja, se meneaban al sonar de la canción con livianos movimientos de embriaguez espesa; sólo yo me di cuenta, Joan y su novia se besaban -como si en sus bocas existieran dulces o leche-. Nos sentamos frente a la banda y pedimos tres jarras de cerveza obscura, brindamos por nada, por el elemental deleite de los recuerdos. Era la primera vez que veía a Joan tan contento por algo, traté de apreciar a su novia fuera de esos álbumes de fotografías que tanto valuaba él.

Luego de habernos atesorado las cervezas y estratégicamente alejarnos de las bocinas, su novia pidió Piece Of My Heart de Janis Joplin y no tardó en caminar al baño para remarcar el delineador que ya se caía en sus párpados; «por el sudor» me adelanté a decírselo, así sentía pegarme al sillón. Joan aprovechó para decirme cuánto la estimaba y apreciaba, sin pretender más de aquello que sentía necesario merecer. ¿Qué diablos significa eso?, preguntó. No supe contestar.

Había mucho tema por delante, bebimos tres jarras de barril. Encendimos varios cigarros, platicamos de su estancia trimestral en Tijuana, de su regreso y lo repuesto que me veía después de casi un año de ausencia, dijo que me veía más anímico y cuerdo. Me sentía obligado a sacar la conversación con méritos de silencios cortos que no nos incomodaran. Después de un año, él había dejado de saber lo que yo hacía y lo que había llegado a interesarme, (y a mi no me atañe lo que él sabe) por eso echábamos al diálogo pláticas que no trascendieron. Una vez que hubo regresado la mujer, Joan sintió callarse y le seguí; fingió hablar de su familia colocando un punto final. Seguimos bebiendo pensando en eso.

Ella por su parte calculaba los tragos y los cigarros, sin dejar de bailar desde el asiento. Nos miraba encajados en su vaivén. Homenajeó nuestra amistad, que de principio, se hizo otra cosa. Se enmendaba el cabello en cada pregunta que le hacía y reía de mí, de mí charla y de lo natural que le parecía mí sinceridad con Joan.

Por reglas genéricas de una ficción corta, me veo obligado a adjetivarla con estilo estúpido y simple (aunque sea demasiado bella para hacerlo): Pies delgados y alineados, cargando unas piernas listas para darle. Ojos suaves mediados por un rostro fresco y alegre. Piel abrillantada, tostado continental y un cuello delicadamente acompañado de un cabello lizo y castaño. Érase que la falda de cuarta y media, de su cintura a las piernas, me distrajera en cada meneo; o que su cuello largo y blanco con una diminuta paloma en tinta negra me cautivara. Hasta acá pude darme cuenta de su esencia como fémina, y en esa deleitable filosofía me vi apresado por un sólo encanto que ella pulía. Pero en el bajo fondo existía una fidelidad de amigos: misma que a ella no le pertenecía.

De ese modo, entre el recato de aquello que parecía una madrugada hueca y fatigada se desmoronaron deseos que llevaba muy en la noche y en el perjurio de alguien que parecía ser un primitivo. La mujer nos regalaba sonrisas diestras y al besar a Joan me miraba profundo, tan profundo que sus ojos me penetraban hasta el cerebro. Trataba de no mirarla, pero el maquinal gusto hacía ella no me permitía observar otra cosa que sus ojos y las piernas. Pensaba en su cuerpo fuera de ese bar y de ese cariño que fabricaba Joan; en su mirada y en cualquier cosa que no me hiciera culpable. Ella lo sabía, pero jugueteaba discreta y se mantenía en miradas filtradas.
En mis pies comenzaba a crecer la inquietud.

Joan pidió la novena ronda de barril. Pensé en él, quise alejarme de eso, me excusé con el trabajo del próximo lunes, pero me lo pidió, se mantuvo en el chantaje. Un año de distancia, dijo. Mi yo mismo, el yo que no se limita ni que conoce de principios ni de valores, ese yo que me gusta tanto pero que a la vez me preocupa, me decía «cobarde» y terminé quedándome a la novena ronda. Sin embargo, yo sé que no fue eso: un alejado gusto por volver a encontrarme con Joan, o la buena música, la acogedora taberna de Isra o un simple sábado de sinquéhacer fue opacado por el alarmante deseo en el que me vi hundido. Entonces reconocí que estaba conforme -por así decir-. Me sentí como bicho, un convicto que estaba a nada de compurgar una pena. En el rostro de ella se fabricó una sonrisa placentera y coqueta cuando decidí quedarme, y tan pronto como Joan exclamó la ronda siguiente, la mujer seductora tomó mi mano. En aquel momento pensé que la noche se había hecho clara y eso -induje- nos cuadraba; entonces sólo así me hice el diablo con Joan.

Fragmento, parte primera.

sábado, 6 de junio de 2009

"Autoletras"

Hoy, como muchos otros sábados, prepararé café en leche. Visitaré las fotografías de Alex Prager. Compraré tantas palomitas pueda comer y –juro– encontraré, entre todos esos filmes, el más adecuado para envainarme en el sofá. Acondicionaré la luz de la sala: la lámpara de propileno tendrá que iluminar mi perfil izquierdo, el derecho me fastidió. Llamaré a Liz, quiero escucharla; cuanto más me viene el deseo de llamarle, del mismo modo caigo en la cuenta de que ya no la extraño. Habrá lugar para encuadrar los ceniceros por colores, por tamaños, por cigarros consumidos o cualquier cosa que me venga en gana. Dejaré el periódico, las revistas, los fanzines, no sentiré pena por eso. Pensaré en la señora de piernas largas y hermosas que atiende la cafetería, así como sus risas a la hora de cobrarme las dos tazas de moka y el panqué de nuez que desayuno en su mesa a diario, pero no me detendré mucho en ella. Miento: es mi agrado. Después recordaré a Sandy, la mujer de bronceado sureño que flirtea con media oficina, planearé en sonreírle el jueves que viene. Limpiaré el polvo del estudio y aspiraré la alfombra bicolor en la que paso días moliendo las yemas de mis dedos.

Hoy, como muchos otros sábados, saldré con mi perro al bulevar que nos lleva a encontrarnos con otros que –igual que yo– pensarán que el fin de semana es innecesario. Me sentiré culpable por la coca de dieta que me hace beber mi regente en cada comida. Apagaré el celular, aunque lo encienda luego pensando en mil personas. Alinearé mi barba y el bigote, me pondré el saco italiano, el que tiene gamuza en los codos y escucharé la misma canción de siempre mientras me despido de la casa con menos de tres cuartos de gasolina.

«Hacía las ocho y dos minutos»