martes, 29 de junio de 2010

Síndrome de Peter Pan

Todos los relojes de esa casa difieren. Algunos, en cuanto los ve, deciden cuadrarse a la hora cerrada, le dirán que son las cuatro en punto o las ocho y media, sin un minuto más ni un minuto menos. También hay unos renegados, ellos hacen que se apresure o se relaje, los primeros le afirmarán que las horas duran más y siempre mostrarán que faltan tres o seis minutos para algún número exacto y se tranquilizará pensando que tiene tiempo de sobra; los otros manifestarán que le han faltado ya cinco u ocho minutos para salir corriendo a donde haya quedado de ir. No es casa de relojero, son sólo los comunes: en el buró al lado de la cama, uno en la habitación que sirve de estudio/almacén/biblioteca/cuarto-de-tele, otro en la cocina, la sala, el pasillo y el de su muñeca.

Sabiamente, y esto sucede no sabe porqué, tiene un viejo reloj de madera en el nicho de la esquina de la sala que hace todo lento y razonable. Verás: sus segundos duran un cuarto más de los otros segundos normales, entonces por cada minuto hay quince segundos de sobra. En vez de obtener horas de tres mil seiscientos segundos, sus horas duran cuatro mil quinientos segundos, un total de setenta y cinco minutos… Lo que termina por suceder es que para este reloj, los días duran treinta horas. Es importante establecer que la primera actividad que hace al levantarse desde que se lo regalaron hasta la fecha, por deber y obligación con la humanidad pero más que nada por rutina, es poner a ese reloj en acuerdo con el que esté más cercano al momento (aunque momento sea algo más difícil de describir). La verdad es que más que un deber le resulta bastante divertido porque hay veces que le oye refunfuñar cuando le mueve las manecillas para ponerlo a una hora que no dice que es. Disfruta mucho ver el tiempo pasar en él, le manda a realidades alternas y divertidas por que el tiempo realmente le pertenece a esa extraña y magnífica maquinaria. Cada vez que lo comienza a analizar, cosa que sucede muy seguido, termina en distintas direcciones, por ejemplo: si lo dejara ser lo que es y comenzara a vivir bajo su nuevo régimen revolucionario de tiempo, sus meses durarían cinco semanas con cinco horas de sobra, los solsticios de verano e invierno serían un desastre y ni hablar de los equinoccios.
Es tranquilizante ver que el tiempo es, en efecto y de la manera más sencilla, relativo. Pensaba que era así como debería de empezar a verlo pero sólo se lo permitía cuando estaba frente a ese reloj. A veces las cosas tomaban el tinte perfecto e incluso necesario, pero sólo a veces, después volvían a ser ambiguas y confusas. Apreciaba la vida cuando veía cosas bellas y luego odiaba su circunstancia particular, en especial cuando salía a la calle. No lo guiaba una perspectiva clara o formal, cambiaba de parecer a todo momento: un día decidía casarse con su novia, otro día declaraba que no la aguantaba; por meses soñaba con un auto y abruptamente en una semana gastaba todo lo ahorrado porque no lo creía oportuno, ni hablar de hábitos alimenticios. Como los relojes en su casa, a veces estaba de un humor preciso e inconfundible, las cosas le eran sencillas y cuadradas pero otras veces le faltaba o le sobraba carácter. De ahí que sentarse a ver los minutos de setenta y cinco segundo le resultara tan reconfortante, le ofrecía una escapatoria fija donde no había distintas puertas a escoger, no había opciones ni volubilidades, sólo tiempo alterno. Pensaba que el reloj que alargaba las circunstancias sólo era una pequeña ventana a lo que pudieron haber sido muchas cosas, quería alargar el tiempo, estirarlo hasta que se confundieran unos días con otros, avanzar como loco para al final poder brincar de regreso a sus quince años, quería ir, venir, hacer, deshacer y ¡tic tac! ¡tic tac! ¡tic tac! ¡rrrrrriiiiiiinnnnnngggggg! Tendría que esperar para darle paso a otra semana de su vida normal, lineal.
El martes de la semana pasada sintió que todo se le iba de las manos: no escuchó su alarma pero aún con el tiempo encima debía rasurarse antes de ir al trabajo, actividad en la que obviamente el tiempo apremió y le causó dos sangrantes rajadas. Después de cambiarse de camisa y tranquilizarse debido a la pérdida alarmista de sangre, el café le supo quemado, cosa extraña para los extraños amantes del café instantáneo. Su humor ya era molesto pero pensó que el día iba a mejorar en cuanto abrió la puerta de su departamento y encontró un billete de cincuenta pesos, poco sabía él… Al llegar a su trabajo le esperaba la noticia de que debía pasar a ver al Licenciado Fuentes, le cayó como trueno y relámpago al abdomen el saber que el de recursos humanos quería verlo ¿como para qué? Cuando regresó a su lugar, alguien ya le había dejado una caja de cartón vacía y una simpática nota: "Te extrañaremos". No sabía si tomarlo como una ofensa, una despedida o una broma; sin embargo y sin pensarlo, utilizó la caja para llevarse todas las herramientas de oficina que le cupieran.
Caminó a casa, no tenía ánimos para subirse al camión cargado de tantas cosas y mucho menos pagar un taxi después de haber sido corrido. Después de caminar un rato, al otro lado de la calle vio una linda banca vacía e imaginó que podría sentarse a descansar un momento, recapacitaría o se enojaría, llamaría a su madre, pensaría acerca de pasar a visitar a su hermano para que le invitara a comer, se fumaría un cigarro ¿qué le diría a Claudia cuando la viera? Tal vez todavía no tenía porqué enterarse, su hermano le ayudaría un rato, siempre le fue bien y se da el lujo de comer en su casa todos los días, su cuñada se la vive en cursos de cocina y yoga y los hijos… Todo esto pasaba por su mente en lo que caminaba hacia la banca hasta que sintió una punzada en su costado derecho que lo detuvo en seco. –Dame toda la lana cabrón y cuidadito con voltearte pendejo. Suspiró pensando en las malditas ironías de la vida, dejó la caja en la banca mientras seguía sintiendo la punzada. Sacó su cartera e ingenuamente iba a abrirla para darle su contenido al ladrón pero el agraviante no contaba con ese tipo de itinerario así que se la arrebató y salió corriendo. Por fin se sentó en la banca y pensó en los doscientos míseros pesos que acababa de perder. Encendió un cigarrillo y se recargó con los ojos cerrados, ya no quería saber ni escuchar más. Pudo apagar lentamente los sonidos de la ciudad para escucharse a sí mismo respirar pero en vez de eso sólo oía el tic-tac de un segundero, uno con prisa: tictactictactictactictactictac… En ese momento recordó que no puso al reloj disidente en orden y le comenzó una urgencia indescriptible, pensó que sólo tal vez sería posible… Decidió ir directo a casa, los cincuenta pesos pagarían el taxi.
En cualquier otra circunstancia, el chofer le hubiera caído muy bien, en vez de seguirle la plática y compartir ideas acerca de políticos, futbol y religión (los tres tabúes más grandes), sólo le sonreía por el espejo retrovisor sin ponerle atención a su gran monólogo. Llegó a su casa y dejó caer la caja con las cosas de papelería que jamás utilizaría. Antes de atacar a esas indefensas manecillas, imaginó que mientras retrocedía el tiempo en la maquinaria también lo hacía en la vida real y comenzó a retroceder los minutos al mismo tiempo que aguantaba la respiración… Todo lo haría distinto, no se detendría en ese martes nada más, no, retrasaría días, meses, años y tal vez dos o tres lustros, ¡sí! quince años bastarían, ¡tendría veinte años! Dejaría administración para estudiar teatro, le hubiera entrado a la inversión que le propuso su hermano, no sería rico pero esa buena decisión de negocios le pagaría el año de mochilazo por Europa que siempre quiso, haría las pases con su padrastro, bailaría más con Claudia, el presente sería lo de menos y… El reloj se reía de él una vez más. Desde su nicho veía cómo a ese hombre, la maquina que todos los días insistía en darle cuerda, se le iban destrozando los sueños.
Mientras se burlaba de sí mismo pensó que al menos había valido la pena ese mágico momento de incertidumbre. Se sirvió una copa de cognac y se sentó frente al reloj.

sábado, 19 de junio de 2010

El purgatorio se está haciendo un lugar atractivo.

"Nos vemos", "yo te busco", "te hablo en la semana", "paso a tu casa", "llámame mañana", "el jueves te lo tengo", son haikús que con sus diecisiete sílabas empezaron a proliferar a partir de 1957 en los labios de Monsiváis:

“En el Kiko's
a las doce
te espero
sin falta
mañana
A la cita acude
a la mitad del día
tu fantasma
Marco tu número
finges la voz
hablas como abuelita
¡Ya pinche Monsi
no te hagas buey
todos sabemos
que sos vos!
Pasan los años
agobiados
por tu huida
monsivaisiana
Quedarán tus gatos
indolentes
cómplices
de ti mismo”.

Al cabo del tiempo y después de consultar a Buda concluí que era más fácil que volviera a arder el Pabellón de Oro en Kyoto o que Yukio Mishima se hiciera de nuevo el harakiri a que Monsiváis cumpliera sus promesas y viniera a visitarme a mi casa, o en el peor de los casos, que por fin se dejara ver.

A pesar de que Monsiváis nos precipita al fondo del abismo, exactamente en el instante en que abrimos la boca para decir "ahora sí, ya no es posible, se acabó, ni un día más, es intolerable, impuntual, displicente, malediciente, que se lo lleve el diablo entre maullidos", en esa hora negra, en el vacío de la noche rencorosa, se produce el rescate. Una llamada providencial de San Simón nos recupera y el "¿cómo estás?" cálido reabre la compuerta. ¿Qué instinto lo guía? ¿Qué ángel de la guarda lo hace marcar el número? ¿Cuál es su catecismo de indio remiso? Carlos Monsiváis, ustedes lo han sufrido en carne propia, es motivo de desvelo de varias que lo amamos y lo odiamos en una misma respiración, quisiéramos pulverizarlo y exaltarlo, cobijarlo y exponerlo, asumirlo o sacarlo de nuestra vida antes de que él, desde luego, nos saque para siempre de la suya.

Hay hombres así, únicos. Carlos Monsiváis es único, para nuestra desgracia. Buscamos su aprobación y su juicio sobre nosotras resulta imprescindible. Dice Octavio Paz que Monsiváis es un cortador de cabezas: "El caso de Carlos Monsiváis me apasiona: no es ni novelista ni ensayista sino más bien cronista, pero sus extraordinarios textos en prosa, más que la disolución de estos géneros, son su conjunción. Un nuevo lenguaje aparece en Monsiváis ¿el lenguaje de un muchacho callejero de la Ciudad de México?, un muchacho inteligentísimo que ha leído todos los libros, todos los cómics, ha visto todas las películas. Monsiváis: un nuevo género literario..."

Si yo repitiera lo que dice Monsiváis, se quedaría San Simón el estilista -que no el estilita- de pie sobre un gran falo masculino -que no una columna- en la colonia San Simón, que no en el desierto. Lo único que me consuela es que Schopenhauer, Nietzsche, Jean Cocteau, André Gide y el mismo Joyce, utilizaron la misoginia, según creo, para defenderse de las lenguas viperinas y contrarrestar el poder de su veneno.

En una entrevista que le hice a Monsiváis cuando tenía veintiocho años, tuvimos el siguiente diálogo: "¿Por qué nunca hablas de mujeres? ¿Qué? ¿Por qué nunca hablas de mujeres? ¿Qué es eso? ¡Carlos, responde y deja de jugar!. ¿Por qué no hablas de mujeres? Bueno, porque soy misógino y porque no veo... ¿Qué es misógino, Carlos? El que odia a las mujeres ¿no? ¿Las odias? No, lo que te digo es que no hay mujeres importantes funcionando en México en este momento.

Odia los hospitales y no asiste a entierros salvo al de Cantinflas, acompañando a María Félix, al de Pedro Infante o al de Lola Beltrán para ver a la gente llorar y poder desternillarse de risa. Para reírse de sus maldades cuenta con el apoyo incondicional de Sergio Pitol y Luis Prieto que se le unen en un trío temible frente al que palidecen las brujas de Macbeth.

Monsi es elocuente y traduce como: "Por mi poder de precisión intelectual hablará mi calidad de vida."

La precisión se la debemos en México a Carlos Monsiváis, ese clarividente que hoy nos guía (aunque le choque ser gurú) y todavía quiere más porque declara que su gusto por el cine lo conduce directamente a otro género, el melodrama: "Quiero hacer melodrama el día entero, pero carezco de público y esa es, quizá, mi mayor limitación: una gran vocación melodramática sin espectadores. El público a mi alcance no es comprensivo ni tiene ya la formación suficiente para darse cuenta del alto nivel del melodrama a mi cargo."



Aquí estamos todos, espectadores hambrientos, dispuestos a presenciar el melodrama a su cargo y a ser no sólo su público sino su club de fans para presenciar los múltiples dones histriónicos de Monsiváis en programas triples (porque a él le gusta ver tres películas de un hilo). Debo confesarles que canta muy bien y se las sabe todas, en el aire las compone y le gana a Elvira Ríos y a Toña la Negra, a Marlene Dietrich y a Lotre Lenya, a Cuco Sánchez y a Chava Flores. Las comedias musicales de los cuarenta, desde Bridagoon hasta Annie Get Your Gun, se conservan intactas en su memoria. No hay un bolero o una ranchera que desconozca y recita completito "El brindis del bohemio". Yo lo he padecido. Vamos a darle gusto y pedirle que suba por favor a cantarnos "Amor chiquito acabado de nacer", que es lo que ahora mismo siento por él.

Elena Poniatowska.

La Jornada Semanal, suplemento de La jornada. México, enero del 2001.

martes, 1 de junio de 2010

Habitación 303


No hay nada más cadencioso que levantarse con el sonido de C´mon C´mon de The Von Bondies zumbando en los oídos (no recuerdo por qué puse la alarma). Por allá de las siete de la mañana resonaba la rolita en todo su esplendor con ecos y toda la cosa porque la casa, como es costumbre, se encontraba vacía por trabajo, escuela, etc. Y yo que no despertaba hasta la segunda pausa de la canción, cuando sonaba más fuerte.

La primera plana estaba llena de balones y marcadores de los partidos de fin de semana. Busqué al jefe Diego en las columnas pero fue inútil, ya parece que nos importa dónde pueda estar si hasta un favor nos hicieron. Y adrede que decían que las cosas malas sólo les pasan a los hombres buenos; ahí tienen la prueba. El día que supe que Ceratti estaba enfermo me dieron ganas de dejar de fumar, y sólo se quedó en ganas. Pero si saqué el disco que me regalaron uno o dos meses después de mi cumpleaños (gracias) y me fui en el carro escuchando el disco. No había tránsito (mta! así dan ganas de salir diario) por lo que sólo pude escuchar 6 tracks. Me quedé pensando por un rato en varias cosas, de esos recuerdos que te emergen mientras el semáforo cambia de rojo a verde:

***

Recordé la cita 126 al terapeuta, la última.

El perchero y el casillero estaban completamente limpios, cosa rara después de la cita 003 donde el compromiso familiar se hizo amistad y le importaba poco que la oficina estuviera limpia o no. La terapeuta era una psicóloga muy allegada a la familia y como en su clínica no llegaba nadie, mi madre pensó que era buena idea ir con ella para que compartiéramos cosas “juntos”. El primer día que decidí ir a visitarla platicamos de música, Pearl Jam y Joy Division eran el clímax en nuestras conversaciones. A mi me gustó la idea porque Gabriela había sido como de la familia desde hace varios años sin tener vinculo alguno; y ayudarle con el hecho de que su consultorio no se viera solo, era la manera menos exacta de equiparar tantos años de amistad con la familia. Había tres cosas realmente extrañas en su consultorio que hacían la diferencia de todos los demás consultorios y quizá por ello y por las cosas que poco a poco fui descubriendo con el transcurso de las visitas, me hacían pensar que era el mismísimo consultorio de Freud en Viena.

Número uno: Una pecera resguardada en sus orillas de madera carcomida y bastante grande para albergar a un pez naranja y gordo. Bautizado por ella con el nombre de Yo. A mí me dio mucha risa el nombre, pensé en regalarle otros dos más con el nombre de Superyó y Ello. Pero no, para ella sólo había Yo. Si bien parecía que el pez supiera su destino único en la vida como el pez que salvara a la psicóloga con consejos en forma de burbujitas entre su boca, no era extraño viniendo de ella. A cada momento consultaba a Yo para poder emitir un análisis, y no sólo terapéutico pues en eso no nos detuvimos; pero si rutinarios, como ¿qué opinas?, ¿verdad que si Yo?. Bueno, después empecé a creer que el pez tenía influencia directa con la psique de su dueña o que había una especie de comunicación no reconocida por mí para entenderse y consultarse uno a otro, aunque siendo sinceros, nunca vi al pez pedirle un consejo o consentimiento a las afirmaciones de Gabriela. El pez sólo era pez y ya.

Número dos: el sillón de terapia no era común como todos lo que hasta ese momento había visto en las películas o imaginado en libros. Era un sillón muy grande donde cabíamos los dos en forma de mano abierta y con los dedos juntos. Al principio me daba turbación y desconfianza, pero después me acostumbré a recostarme en una mano gigante muy cómoda.

Número tres: En el librero había cinco tomos del mismo libro, uno tras otro, totalmente nuevos. Más abajo estaba el mismo libro en diferentes ediciones, tres ediciones distintas y muy bien asignados a cada espacio del librero. Manual de Psicomagia en 7 libros. La verdad nunca quise preguntarle la razón de aquella manía, pero era innegable que guardaba un gusto y afecto por él.

En cuanto a ella había muchísimas cosas que la hacían interesante, brincaba de una charla a otra olvidando la primera y era casi imposible saber dónde terminaría una de sus platicas; por ejemplo, una vez comenzamos hablando de mi madre y en un par de minutos ya me estaba contando de cómo odiaba su uniforme escolar de la primaria. Así nomás. Entre muchas otras cosas que me hicieron seguir visitándola fue el metódico parpadeo y levantamiento de cejas simulando sorpresa por cada cosa que yo dijera. Así fuera lo más irrelevante, para ella era como algo que sus oídos jamás habían escuchado. Y eso, aunque fuera algo involuntario le daba un sentido interesante a nuestras disertaciones y comentarios.

Mi madre siempre preguntaba por ella y se mandaban saludos, saludos que nunca les di. Pero sabía en el fondo que Gabriela hablaba con mi madre por las noches y se colgaban en el teléfono. Lo más extraño fue que Gabriela hablaba totalmente diferente, como otra Gabriela que ya no me gustaba tanto.

Siempre pensé que su vida era como una especie de honor constante al caos. Nunca perdió el encanto para hundirse sola en sus propios problemas. Además de que platicar con ella era como vivir tranquilo y sentirse un poquito más sano para cuando llegaba el momento de compararnos. Se había divorciado dos veces y uno de sus hijos era de su instructor. La voz no se le paraba nunca, hablaba y hablaba; bueno hasta el fracaso con su instructor sabía, sus posiciones y sus fantasías (algunas reprimidas) con medio mundo. Continuamente jugaba con un cerebro de esponja que tenía en el librero para quitar el estrés, según. Pero en mí no resultó el mismo efecto, me sentía un carnicero jugando con un cerebro entre las palmas de la mano, y eso me estresaba más.

Cuando llegó la cita número 126, la última, efectivamente el perchero y el casillero estaban completamente limpios. Eso me extrañó pero con ella cualquier cosa era impredecible, así que no pregunté nada. Le llevaba unos videos de Mario Viñuela que me había encargado para pasar el rato y los dejé en el escritorio. Era muy raro que se quedara callada pensando con la mirada hacía el piso, así que por fin me animé a preguntarle qué pasaba. Después de escucharla, me arrepentí de haber preguntado.

(me hubiera gustado enterarme que sería la última)

En navidad le envié el libro “Manual de Psicomagía” de Jodorowsky, su preferido. Mi familia y yo recibimos algo de ella por correo. Para mí, el cerebrito de esponja que tanto odiaba y el nuevo cortometraje de Mario Viñuela titulado “Habitación 303” con una notita:

-Eres la sexta persona que me regala este libro.

Entonces supe que aquellos libros que había visto en el librero no eran realmente un afecto, sino una casualidad.

***

Total, cuando llegué a mi destino por la mañana aún con el disco de Ceratti puesto, le marqué a su nueva oficina. Hubo una contestadora que me desanimó por completo y colgué. Quizá otro día lo haga.