Sabiamente, y esto sucede no sabe porqué, tiene un viejo reloj de madera en el nicho de la esquina de la sala que hace todo lento y razonable. Verás: sus segundos duran un cuarto más de los otros segundos normales, entonces por cada minuto hay quince segundos de sobra. En vez de obtener horas de tres mil seiscientos segundos, sus horas duran cuatro mil quinientos segundos, un total de setenta y cinco minutos… Lo que termina por suceder es que para este reloj, los días duran treinta horas. Es importante establecer que la primera actividad que hace al levantarse desde que se lo regalaron hasta la fecha, por deber y obligación con la humanidad pero más que nada por rutina, es poner a ese reloj en acuerdo con el que esté más cercano al momento (aunque momento sea algo más difícil de describir). La verdad es que más que un deber le resulta bastante divertido porque hay veces que le oye refunfuñar cuando le mueve las manecillas para ponerlo a una hora que no dice que es. Disfruta mucho ver el tiempo pasar en él, le manda a realidades alternas y divertidas por que el tiempo realmente le pertenece a esa extraña y magnífica maquinaria. Cada vez que lo comienza a analizar, cosa que sucede muy seguido, termina en distintas direcciones, por ejemplo: si lo dejara ser lo que es y comenzara a vivir bajo su nuevo régimen revolucionario de tiempo, sus meses durarían cinco semanas con cinco horas de sobra, los solsticios de verano e invierno serían un desastre y ni hablar de los equinoccios.
Es tranquilizante ver que el tiempo es, en efecto y de la manera más sencilla, relativo. Pensaba que era así como debería de empezar a verlo pero sólo se lo permitía cuando estaba frente a ese reloj. A veces las cosas tomaban el tinte perfecto e incluso necesario, pero sólo a veces, después volvían a ser ambiguas y confusas. Apreciaba la vida cuando veía cosas bellas y luego odiaba su circunstancia particular, en especial cuando salía a la calle. No lo guiaba una perspectiva clara o formal, cambiaba de parecer a todo momento: un día decidía casarse con su novia, otro día declaraba que no la aguantaba; por meses soñaba con un auto y abruptamente en una semana gastaba todo lo ahorrado porque no lo creía oportuno, ni hablar de hábitos alimenticios. Como los relojes en su casa, a veces estaba de un humor preciso e inconfundible, las cosas le eran sencillas y cuadradas pero otras veces le faltaba o le sobraba carácter. De ahí que sentarse a ver los minutos de setenta y cinco segundo le resultara tan reconfortante, le ofrecía una escapatoria fija donde no había distintas puertas a escoger, no había opciones ni volubilidades, sólo tiempo alterno. Pensaba que el reloj que alargaba las circunstancias sólo era una pequeña ventana a lo que pudieron haber sido muchas cosas, quería alargar el tiempo, estirarlo hasta que se confundieran unos días con otros, avanzar como loco para al final poder brincar de regreso a sus quince años, quería ir, venir, hacer, deshacer y ¡tic tac! ¡tic tac! ¡tic tac! ¡rrrrrriiiiiiinnnnnngggggg! Tendría que esperar para darle paso a otra semana de su vida normal, lineal.
El martes de la semana pasada sintió que todo se le iba de las manos: no escuchó su alarma pero aún con el tiempo encima debía rasurarse antes de ir al trabajo, actividad en la que obviamente el tiempo apremió y le causó dos sangrantes rajadas. Después de cambiarse de camisa y tranquilizarse debido a la pérdida alarmista de sangre, el café le supo quemado, cosa extraña para los extraños amantes del café instantáneo. Su humor ya era molesto pero pensó que el día iba a mejorar en cuanto abrió la puerta de su departamento y encontró un billete de cincuenta pesos, poco sabía él… Al llegar a su trabajo le esperaba la noticia de que debía pasar a ver al Licenciado Fuentes, le cayó como trueno y relámpago al abdomen el saber que el de recursos humanos quería verlo ¿como para qué? Cuando regresó a su lugar, alguien ya le había dejado una caja de cartón vacía y una simpática nota: "Te extrañaremos". No sabía si tomarlo como una ofensa, una despedida o una broma; sin embargo y sin pensarlo, utilizó la caja para llevarse todas las herramientas de oficina que le cupieran.
Caminó a casa, no tenía ánimos para subirse al camión cargado de tantas cosas y mucho menos pagar un taxi después de haber sido corrido. Después de caminar un rato, al otro lado de la calle vio una linda banca vacía e imaginó que podría sentarse a descansar un momento, recapacitaría o se enojaría, llamaría a su madre, pensaría acerca de pasar a visitar a su hermano para que le invitara a comer, se fumaría un cigarro ¿qué le diría a Claudia cuando la viera? Tal vez todavía no tenía porqué enterarse, su hermano le ayudaría un rato, siempre le fue bien y se da el lujo de comer en su casa todos los días, su cuñada se la vive en cursos de cocina y yoga y los hijos… Todo esto pasaba por su mente en lo que caminaba hacia la banca hasta que sintió una punzada en su costado derecho que lo detuvo en seco. –Dame toda la lana cabrón y cuidadito con voltearte pendejo. Suspiró pensando en las malditas ironías de la vida, dejó la caja en la banca mientras seguía sintiendo la punzada. Sacó su cartera e ingenuamente iba a abrirla para darle su contenido al ladrón pero el agraviante no contaba con ese tipo de itinerario así que se la arrebató y salió corriendo. Por fin se sentó en la banca y pensó en los doscientos míseros pesos que acababa de perder. Encendió un cigarrillo y se recargó con los ojos cerrados, ya no quería saber ni escuchar más. Pudo apagar lentamente los sonidos de la ciudad para escucharse a sí mismo respirar pero en vez de eso sólo oía el tic-tac de un segundero, uno con prisa: tictactictactictactictactictac… En ese momento recordó que no puso al reloj disidente en orden y le comenzó una urgencia indescriptible, pensó que sólo tal vez sería posible… Decidió ir directo a casa, los cincuenta pesos pagarían el taxi.
En cualquier otra circunstancia, el chofer le hubiera caído muy bien, en vez de seguirle la plática y compartir ideas acerca de políticos, futbol y religión (los tres tabúes más grandes), sólo le sonreía por el espejo retrovisor sin ponerle atención a su gran monólogo. Llegó a su casa y dejó caer la caja con las cosas de papelería que jamás utilizaría. Antes de atacar a esas indefensas manecillas, imaginó que mientras retrocedía el tiempo en la maquinaria también lo hacía en la vida real y comenzó a retroceder los minutos al mismo tiempo que aguantaba la respiración… Todo lo haría distinto, no se detendría en ese martes nada más, no, retrasaría días, meses, años y tal vez dos o tres lustros, ¡sí! quince años bastarían, ¡tendría veinte años! Dejaría administración para estudiar teatro, le hubiera entrado a la inversión que le propuso su hermano, no sería rico pero esa buena decisión de negocios le pagaría el año de mochilazo por Europa que siempre quiso, haría las pases con su padrastro, bailaría más con Claudia, el presente sería lo de menos y… El reloj se reía de él una vez más. Desde su nicho veía cómo a ese hombre, la maquina que todos los días insistía en darle cuerda, se le iban destrozando los sueños.
Mientras se burlaba de sí mismo pensó que al menos había valido la pena ese mágico momento de incertidumbre. Se sirvió una copa de cognac y se sentó frente al reloj.