jueves, 25 de marzo de 2010

Mnemotecnia

Si existiera esa parte del reproche o el arrepentimiento en que se dice pudiera cambiar el rumbo del destino, dos veces a ciegas optaría por el mismo en que aquella tarde, atizado por los nervios del examen de Ética y por el retraso que calculaba era de veinte minutos, me coloqué en el momento exacto en el que ella con su peculiar fleco entrecejas y afinada nariz, me viera por vez primera. Tampoco la conocía, qué más daba. La voz a tientas le dijo lo propio que acostumbra el caballero al subir al autobús. La dejé pasar estirando la mano hacía la entrada del camión. Subió y me regaló la primera sonrisa. Antes odiaba ser el primero, es más, odiaba cualquier cosa que tuviera que ver con ser el primero. Una sonrisa bien puesta, sin nada más qué pedir, no sé si a causa de sus labios la sonrisa se haga más encantadora, la verdad es que para regalar sonrisas, soy en alto pésimo, y por ello merece mi admiración, yo no podría hacerlo de la forma tan natural en que ella lo hace. Decía pues, que en su lista de sonrisas me vino a la mente una idea: por qué carajo me entero hasta ahora que existe esa sonrisa, ahí sí, sin refutarme, me gustaría haber sido el primero en admirar la construcción de su risita. Iba para la facultad, tenía examen, por lo que me senté a su lado, fingiendo abrir el libro de Nicomáquea con el que había tenido una noche memorable, dos cajetillas de cigarros y ocho tazas de café cargado; a pesar de la somnolencia que cargaba en los ojos, la irritación del sol en el rostro, tenía el examen preparado, calculaba un nueve, por no decir el diez. Hablé con Carlo en la mañana presumiendo sin que se diera cuenta, la notable repetición de parafraseas, el justo medio, el bien humano y todas esas cosas que la maestra de ética nos había proporcionado para contestar un examen universitario, según. Carlo no sabía nada, me dijo que se había ido de jarra la noche entera. Confesándome que dos chicas le habían dejado sentando en la barra esperando y que una de ellas hasta la cuenta de los whiskys le había dejado. No es por desanimarte Carlo, pero el amor pocas veces se encuentra en los bares, contesté. No es ético copiar en un examen de ética, estarás de acuerdo -añadí- antes de que él pudiera decirme algo por la bocina; a decir verdad, antes de que me lo pidiera. No es cuestión de ética, es de moral, moral de amigos, una moral muy bien arraigada a los valores de la amistad, de lealtad, tú eres mi hermano, para nosotros ayudarnos es una buena moral, significaría que la honestidad entre hermanos va más allá de la moral, lo inmoral representaría para la maestra vernos copiar, para nosotros no. No sé cómo, por medio de esas palabras, llegó a convencerme, parecía como si en el fondo cada palabra la tuviera programada para decirla en el momento preciso, ni antes, ni después. Te veo quince minutos antes del examen, ultimé. Aunque ya tuviera registrada la información necesaria para poder contestar la prueba, se decía que la profesora era de ésas que sorprenden a la mera hora y a Dios le correspondía saber qué preguntaba en su examen, por lo que a manera de engaño hojeaba el libro capacitado para seguir con el enfermizo dolor de cuello y los nervios de punta, con la esperanza de encontrar nuevos registros que no tenía en mi cabeza. Para esa hora ya me había olvidado de la sonrisa monumental y de Carlo, parecido a esos trances que me acosaban mientras perdía la mirada en los libros o en la ventana del autobús desde hace varios meses, y a saber lo que pensaba, justo cuando terminaba de pensar con la mirada perdida, regresaba y me olvidaba de lo que en cuestión de segundos había pensado. Calamitoso o raro, pero ciertamente desconocido y nocivo. Eso sí, creo que no perdía el tiempo pensando en tonterías. Como hacía poco me había clavado en la vida de Héctor de Mauleón, la Ciudad Dormida y el Espejo, no sabía por dónde comenzar a pensar, y mucho menos imaginaba por dónde terminaría pensando. Tenía cosas en la cabeza cual túnel de aguijón en estrecho.
Para cuando cerré el libro, aquella mujer de sonrisa editada en tiempo real por algún photoshop igual de real que el tiempo ya se dormía en mi costado con la cabeza desamparada a los cerrones, frenadas y arrancones del autobús. De vez en vez cuando despertaba ligera, se acomodaba los flecos indecisos en las cejas pasándolos a atrás de la oreja, volteaba y me sonreía. Cuando se es universitario lo único realmente importante en los tiempos libres, es dormir, después de ahí no hay más. Por mi parte, me declaré confeso de un reciente insomnio provocado por nada, dos o tres ocasiones imaginé que se debía al exceso de café por las noches o por el cojín que poco a poco fracasaba en su realeza. Más de una vez omití las dos posibles causas y seguía padeciendo esa bonita tortura del insomnio. Escuché decir después a alguien, que en medio de esta crisis, ya no bastaba madrugar, sino permanecer despierto siempre. Estaba muy concentrado en observar a través de la ventana cuando sentí un dedo muy pequeño en mi hombro. A veces en un segundo se pueden pensar miles de cosas, un sobresalto, un asombro, turbación, lo que se llame; sin embargo nada de eso me conmutó. Sabía que era ella. Lo que sí, por medio de alardes, pensé en el lapso que quitaba mi mirada de la ventana para girar la cabeza a su vista, fue en un examen y en Carlo, desgraciadamente era un excelente instante para pensar en cualquier cosa, menos en eso, menos en Carlo, el examen y la moral de ambos. Voltear significaba un cambio, un cambio al que no estaba predicho. A poco no, cualquier otro que no fuese yo, haría lo mismo, quién, con capacidades motoras plenas, se negaría a disfrutar el delirante baño de la vida, en un segundo, en un santiamén, de esa sonrisa; tarde o temprano, se aduce, nadie.
Ya volteaba hacia ella en el momento que se bajaba los audífonos de los oídos como intentando preguntar algo, por supuesto, acompañada la voz de una sonrisa, que para ese instante, calculé que era la quinta hacia mí.
A pesar de haber cometido el error de escuchar su voz tan liviana como el labial que llevaba puesto, por todos los silogismos posibles, premisas mayores y menores que en un reflexivo razonamiento se pudieran haber hecho, no había escapatoria: ahora lo moral simbolizaría pasar la tarde entera con ella, lo inmoral: hacer el examen y haber dejado copiar a Carlo, eso simbolizaba mi justo medio, mi bien humano.

jueves, 11 de marzo de 2010

"Tú eres México"

Gabriel sostiene el volante de su Shadow 94 olivo y le invita un cigarro al pasajero que desconfiado se sentara en el asiento trasero. El joven de corbata acepta y mira la base del tabaco: Marlboro; el cigarro en la mano le trae el recuerdo de su padre que cada noche salía a su patio a fumar la misma marca. Gabriel le pasa luego el cenicero enardecido antes de prender el suyo. Abren las ventanas y exhalan el primer jaloncillo. Los dos se hablan con respeto, más Gabriel, que no fuera la casualidad del encuentro, le recuerda a su hijo -que calculaba- tendría la misma edad. Aquel hijo que a sus veinte años partiría a EU con un grupo de indocumentados maduros. Gabriel no volvió a saber de su hijo hasta que fue deportado por el gobierno norteamericano. Viajó a Tijuana y allá murió en el desierto tras haber intentado cruzar. Ni él, ni su esposa, ni el gobierno mexicano consiguieron hallar el cuerpo en la frontera.
Gabriel mira al hombre que lleva a su espalda por el retrovisor y se percata que observa el reloj impaciente con un par de gestos.
… ¿A trabajar?, pregunta Gabriel, para amenizar el tránsito.
… A buscarlo, tengo una cita.
A Gabriel le había tocado varios casos así en su reciente oficio. Despedido, sin llegar siquiera a su jubilación, a los cuarenta años había sido expulsado por su jefe que, con treinta años en el mercado mexicano, se vio obligado a cerrar su industria por un grupo de corporativos canadienses que se plantaron como plagas en la zona. Su jefe no tuvo más remedio que declarar en quiebra su negocio. Gabriel por ser trabajador de confianza, recibió su escasa indemnización y compró su auto, mismo que dos meses después, al verse rechazado por todas las empresas a causa de su edad, le puso la insignia de taxi.
El joven se abanica con el periódico que lleva en su brazo, mira por la ventana y arruga el gesto, se descuelga la corbata de un jalón al sentir el ambiente espeso y bochornoso, se talla los párpados hasta limpiar el sudor que baja de la frente sin despegar la mirada al celular.
La primera plana distingue a Slim como el magnate más rico de la tierra “Slim desplaza a Bill Gates” de la boca de aquel sale una sonrisa burlona que termina por contagiarse en el joven.
… Qué irónico… anuncia Gabriel.
… ¿Qué cosa?... el periódico.
… Pensar de más hace daño.
De algo estaba seguro el hombre, dar su opinión es un acto suicida, permitirse alargar la charla que emprendía Gabriel por una nota le hacía vulnerable a cualquier reacción, uno se reserva hasta que le pregunten lo qué piensa; y el joven se reserva aunque tuviera en la boca las palabras duras y claras para demostrar su convicción.
… Vivimos en un circo.
… ¡Bonito circo!
Después de responder a las risas, Gabriel entra en un silencio repentino perdiendo la mirada en la carretera por un spot gubernamental en la radio “Tú eres México”. La charla le hacía recordar su niñez.
Gabriel miraba la bandera en la explanada de su escuela y se le hinchaba el pecho de orgullo. Los lunes eran sus preferidos, el viejo director tras haber dirigido los honores y escuchar con la cabeza en alto las dianas y el himno nacional, suspendía la bandera al aire como a eso de las siete de la mañana. Gabriel era de los más altos de su salón y por eso siempre lo enfilaban en la cola de la línea, miraba de cerca de Lucía, la niña pálida y flaca que lo acompañaba siempre en la fila. Jugueteaba con ella y le pasaba papelitos de cuaderno. Quien era la prefecta de ese tiempo cachó a Lucía un par de veces y la castigaba limpiando el patio después de los honores. Las más bonitas de la primaria siempre portaban la boina para la escolta y se lucían frente a todos con sonrisas o guiños a la par que marchaban alrededor de la cancha. Con la mano derecha al pecho Gabriel cantaba el himno, cómo olvidarlo, si antes que otra cosa, a Gabriel le habían enseñado el himno nacional.
…al grito de guerra…
y luego se confundía, aprestad, bridón…
De todas las estrofas, dos entendía. Mucha violencia y mucha divinidad.
Una ocasión mientras preparaban carbonato de sodio y agua en los laboratorios, Gabriel le preguntó el significado de bridón a su profesora de química. Y ella muy ufana le ignoró. A la maestra de español le hizo la misma pregunta, y al día siguiente la profesora llevó a su clase un diccionario y le respondió.
¿Y qué es brío? La profesora buscó de nuevo y contestó orgullosa. Una serie de ejemplos suspendieron la clase para que Gabriel entendiera. La profesora sin bastarse, le habló de valores, de la honra y lo digno que debía sentirse como mexicano y que por ello, eso lo hacía un buen ciudadano en el futuro. En ese momento pensó que él jamás le fallaría a su patria.
Gabriel da vuelta en la próxima esquina para fluir con más rapidez y esquivar el tránsito, pero el resultado no prospera luego que una marcha de al menos quinientas personas bloquean la avenida. Gritan y pavonean las pancartas de tela, a la voz y susurros la gente furiosa pide por la impunidad en Ciudad Juárez dirigiéndose a la Secretaría de Gobernación. Gabriel mira al joven con sorpresa y se dirige a él para aumentarle la tranquilidad que se notaba iba perdiendo. El joven baja el rostro y se frota la frente con la mano, observa la hora y abre su celular cerciorándose de una llamada.
… ¿A qué hora es su cita?
… Era a las doce.
Mira Gabriel el reloj que cuelga del auto y se disculpa. Doce treinta. Y a cálculo del hombre restaban varios minutos por llegar. Un silencio envuelve a Gabriel y de no ser por el escandaloso mitin que ya se concentraba más en la avenida, alguno de los dos hubiese roto ese silencio por incómodo que pareciera. La impotencia de aquel joven trajeado hace pedirle un cigarro más, le pregunta cuánto es por el viaje. Los dos observan el velocímetro, Gabriel no contesta. De su solapa el joven saca un billete arrugado, unas monedas y se las ofrece a Gabriel estirando la mano hasta el asiento delantero.
Su vista por el retrovisor le daba a Gabriel un panorama desconsolado. Y se recuerda a sí mismo con el ánimo disuelto, con una esperanza débil de aquellos tiempos que nunca se fueron; observa unos cuantos pesos que estaban a la mira de su guantera y que había conseguido por un par de viajes que hizo la madrugada completa.
… ¿Le invito un café? Dice Gabriel para animarse.
… invítemelo.
Bajan del auto y caminan hasta el café de Garat.
Gabriel recuerda que su maestra le habló de las obligaciones que tiene como mexicano, también recuerda la promesa que se hizo para no fallarle a su patria, pero él no sabe quién le falló a quién. Una mañana no es una casualidad.