Si existiera esa parte del reproche o el arrepentimiento en que se dice pudiera cambiar el rumbo del destino, dos veces a ciegas optaría por el mismo en que aquella tarde, atizado por los nervios del examen de Ética y por el retraso que calculaba era de veinte minutos, me coloqué en el momento exacto en el que ella con su peculiar fleco entrecejas y afinada nariz, me viera por vez primera. Tampoco la conocía, qué más daba. La voz a tientas le dijo lo propio que acostumbra el caballero al subir al autobús. La dejé pasar estirando la mano hacía la entrada del camión. Subió y me regaló la primera sonrisa. Antes odiaba ser el primero, es más, odiaba cualquier cosa que tuviera que ver con ser el primero. Una sonrisa bien puesta, sin nada más qué pedir, no sé si a causa de sus labios la sonrisa se haga más encantadora, la verdad es que para regalar sonrisas, soy en alto pésimo, y por ello merece mi admiración, yo no podría hacerlo de la forma tan natural en que ella lo hace. Decía pues, que en su lista de sonrisas me vino a la mente una idea: por qué carajo me entero hasta ahora que existe esa sonrisa, ahí sí, sin refutarme, me gustaría haber sido el primero en admirar la construcción de su risita. Iba para la facultad, tenía examen, por lo que me senté a su lado, fingiendo abrir el libro de Nicomáquea con el que había tenido una noche memorable, dos cajetillas de cigarros y ocho tazas de café cargado; a pesar de la somnolencia que cargaba en los ojos, la irritación del sol en el rostro, tenía el examen preparado, calculaba un nueve, por no decir el diez. Hablé con Carlo en la mañana presumiendo sin que se diera cuenta, la notable repetición de parafraseas, el justo medio, el bien humano y todas esas cosas que la maestra de ética nos había proporcionado para contestar un examen universitario, según. Carlo no sabía nada, me dijo que se había ido de jarra la noche entera. Confesándome que dos chicas le habían dejado sentando en la barra esperando y que una de ellas hasta la cuenta de los whiskys le había dejado. No es por desanimarte Carlo, pero el amor pocas veces se encuentra en los bares, contesté. No es ético copiar en un examen de ética, estarás de acuerdo -añadí- antes de que él pudiera decirme algo por la bocina; a decir verdad, antes de que me lo pidiera. No es cuestión de ética, es de moral, moral de amigos, una moral muy bien arraigada a los valores de la amistad, de lealtad, tú eres mi hermano, para nosotros ayudarnos es una buena moral, significaría que la honestidad entre hermanos va más allá de la moral, lo inmoral representaría para la maestra vernos copiar, para nosotros no. No sé cómo, por medio de esas palabras, llegó a convencerme, parecía como si en el fondo cada palabra la tuviera programada para decirla en el momento preciso, ni antes, ni después. Te veo quince minutos antes del examen, ultimé. Aunque ya tuviera registrada la información necesaria para poder contestar la prueba, se decía que la profesora era de ésas que sorprenden a la mera hora y a Dios le correspondía saber qué preguntaba en su examen, por lo que a manera de engaño hojeaba el libro capacitado para seguir con el enfermizo dolor de cuello y los nervios de punta, con la esperanza de encontrar nuevos registros que no tenía en mi cabeza. Para esa hora ya me había olvidado de la sonrisa monumental y de Carlo, parecido a esos trances que me acosaban mientras perdía la mirada en los libros o en la ventana del autobús desde hace varios meses, y a saber lo que pensaba, justo cuando terminaba de pensar con la mirada perdida, regresaba y me olvidaba de lo que en cuestión de segundos había pensado. Calamitoso o raro, pero ciertamente desconocido y nocivo. Eso sí, creo que no perdía el tiempo pensando en tonterías. Como hacía poco me había clavado en la vida de Héctor de Mauleón, la Ciudad Dormida y el Espejo, no sabía por dónde comenzar a pensar, y mucho menos imaginaba por dónde terminaría pensando. Tenía cosas en la cabeza cual túnel de aguijón en estrecho.
Para cuando cerré el libro, aquella mujer de sonrisa editada en tiempo real por algún photoshop igual de real que el tiempo ya se dormía en mi costado con la cabeza desamparada a los cerrones, frenadas y arrancones del autobús. De vez en vez cuando despertaba ligera, se acomodaba los flecos indecisos en las cejas pasándolos a atrás de la oreja, volteaba y me sonreía. Cuando se es universitario lo único realmente importante en los tiempos libres, es dormir, después de ahí no hay más. Por mi parte, me declaré confeso de un reciente insomnio provocado por nada, dos o tres ocasiones imaginé que se debía al exceso de café por las noches o por el cojín que poco a poco fracasaba en su realeza. Más de una vez omití las dos posibles causas y seguía padeciendo esa bonita tortura del insomnio. Escuché decir después a alguien, que en medio de esta crisis, ya no bastaba madrugar, sino permanecer despierto siempre. Estaba muy concentrado en observar a través de la ventana cuando sentí un dedo muy pequeño en mi hombro. A veces en un segundo se pueden pensar miles de cosas, un sobresalto, un asombro, turbación, lo que se llame; sin embargo nada de eso me conmutó. Sabía que era ella. Lo que sí, por medio de alardes, pensé en el lapso que quitaba mi mirada de la ventana para girar la cabeza a su vista, fue en un examen y en Carlo, desgraciadamente era un excelente instante para pensar en cualquier cosa, menos en eso, menos en Carlo, el examen y la moral de ambos. Voltear significaba un cambio, un cambio al que no estaba predicho. A poco no, cualquier otro que no fuese yo, haría lo mismo, quién, con capacidades motoras plenas, se negaría a disfrutar el delirante baño de la vida, en un segundo, en un santiamén, de esa sonrisa; tarde o temprano, se aduce, nadie.
Ya volteaba hacia ella en el momento que se bajaba los audífonos de los oídos como intentando preguntar algo, por supuesto, acompañada la voz de una sonrisa, que para ese instante, calculé que era la quinta hacia mí.
A pesar de haber cometido el error de escuchar su voz tan liviana como el labial que llevaba puesto, por todos los silogismos posibles, premisas mayores y menores que en un reflexivo razonamiento se pudieran haber hecho, no había escapatoria: ahora lo moral simbolizaría pasar la tarde entera con ella, lo inmoral: hacer el examen y haber dejado copiar a Carlo, eso simbolizaba mi justo medio, mi bien humano.
Para cuando cerré el libro, aquella mujer de sonrisa editada en tiempo real por algún photoshop igual de real que el tiempo ya se dormía en mi costado con la cabeza desamparada a los cerrones, frenadas y arrancones del autobús. De vez en vez cuando despertaba ligera, se acomodaba los flecos indecisos en las cejas pasándolos a atrás de la oreja, volteaba y me sonreía. Cuando se es universitario lo único realmente importante en los tiempos libres, es dormir, después de ahí no hay más. Por mi parte, me declaré confeso de un reciente insomnio provocado por nada, dos o tres ocasiones imaginé que se debía al exceso de café por las noches o por el cojín que poco a poco fracasaba en su realeza. Más de una vez omití las dos posibles causas y seguía padeciendo esa bonita tortura del insomnio. Escuché decir después a alguien, que en medio de esta crisis, ya no bastaba madrugar, sino permanecer despierto siempre. Estaba muy concentrado en observar a través de la ventana cuando sentí un dedo muy pequeño en mi hombro. A veces en un segundo se pueden pensar miles de cosas, un sobresalto, un asombro, turbación, lo que se llame; sin embargo nada de eso me conmutó. Sabía que era ella. Lo que sí, por medio de alardes, pensé en el lapso que quitaba mi mirada de la ventana para girar la cabeza a su vista, fue en un examen y en Carlo, desgraciadamente era un excelente instante para pensar en cualquier cosa, menos en eso, menos en Carlo, el examen y la moral de ambos. Voltear significaba un cambio, un cambio al que no estaba predicho. A poco no, cualquier otro que no fuese yo, haría lo mismo, quién, con capacidades motoras plenas, se negaría a disfrutar el delirante baño de la vida, en un segundo, en un santiamén, de esa sonrisa; tarde o temprano, se aduce, nadie.
Ya volteaba hacia ella en el momento que se bajaba los audífonos de los oídos como intentando preguntar algo, por supuesto, acompañada la voz de una sonrisa, que para ese instante, calculé que era la quinta hacia mí.
A pesar de haber cometido el error de escuchar su voz tan liviana como el labial que llevaba puesto, por todos los silogismos posibles, premisas mayores y menores que en un reflexivo razonamiento se pudieran haber hecho, no había escapatoria: ahora lo moral simbolizaría pasar la tarde entera con ella, lo inmoral: hacer el examen y haber dejado copiar a Carlo, eso simbolizaba mi justo medio, mi bien humano.