domingo, 24 de enero de 2010

Fresno

Tengo un sueño recurrente en el que floto, en que sintiéndome despierto libero mi autosuficiencia. En ese sueño he dejado todo; cuestión de gustos y se hace un puzzle, un crucigrama de palabras claves alineadas métricamente una sobre otra. No me interesa lo que pienso en estos días, la prisa y la responsabilidad pueden ser una mezcla virtuosa. Hace un par de meses que penosamente puedo dejar que las ideas salgan, como un esfuerzo extraordinario para liberar cada una de estas ideas hasta que se escuchen o se lean. Y lo que sucede no es asunto mío solamente, de vez en cuando me gusta sentirme menos cansado y realizo lo que creo que me corresponde. Es imposible explicar por qué, no sentir es no sentir, nada. Es lo más cercano a estar en coma, un coma especial y retríbuible que me da garantías a corto plazo, muy corto pero contable. Comprendo a quien me diga que no es de hombres enrollar la vela antes de salir a mar abierto, pero no quiero argumentar ni una idea, ni una frase, ni una nada, altercar, creer, crecer o levantar el brazo para continuar jadeando a flote.
En estos sesenta días de hacer caer la balanza sobre un peso dudoso, me informo que más de tres pensarán lo mismo, los días de enero llevan en el aire un perfume que difícilmente se puede descifrar. ¿Alguien recordará a Charles Foster Kane cuando dice “Rosebud”?, el sentimiento en la expresión es similar a la balanza puesta en mi cabeza.
La semana pasada escuché decir a Páez Varela dos sentencias fuera de tiempo: “Aún en la oscuridad”, no sirvió de nada, seguimos esperando el Deadline con la hora de cierre a medio día, un mes después de la primera década.
Mencionar a un hombre dedicado al infortunio de Ciudad Juárez, es como ponerse la soga al cuello, uno pensaría que detrás de esas corbatas ochententeras y sacos a cuadros, el hombre no se preocupa de sí.
Heme aquí, la sentencia más explorable en la vida de un hombre que sin lentes es completamente miope. El cíclope que se recuerda que una vez amó:
No quiero verte en el fondo del vaso, en el anuncio de celofán que arrancó un estornudo del viento, o en la chistera de las madrugadas. No quiero darme la vuelta y encontrarte en la esquina; escribir y dedicarte una letra; hablar y decir tu nombre, o sentir cualquier cosa que te refiera. No quiero comprender, disentir, pensar. No quiero escribir, pero tampoco quiero apagar la luz porque no sirve de nada: aún en esa oscuridad, estás tú

jueves, 14 de enero de 2010

MCMLXXXVIII

Nadie imaginó que Marc Crosas sería futbolista cuando lo observaron en los brazos de su madre a unas horas de haber nacido, como tampoco nadie sabía que Hugo Sánchez sería llamado históricamente Pichichi unos meses después. Que el cromosoma Y, con todo y olimpiadas, se podía aislar. A los tres días después, muere el presidente chino Chiang Ching-Kuo y a la par ya se inauguraba ese año como el año del Dragón en el horóscopo chino.
Para entonces, la cantante Joan Baez ya había nacido y seguramente festejaba su cumpleaños en algún bar de California deteniendo la guitarra sobre su pierna; y por supuesto y por si acaso, la generación que nacía sería llamada: Generation Y, depositando un delgado toque de esperanza en esa Y.

Después perdí la cuenta, a los catorce años figuraba entre la familia como un personaje históricamente recatado o rebelde, de un extremo a otro se me podía llamar más o menos, igual. En los años siguientes no supe de nada y varios con los que compartía butaca de escuela, tampoco supieron nada de mí. Así los perdí y me perdieron, a ninguno de nosotros nos interesó la vida de uno ni de otro. De vez en vez, cuando visitaba lugares concurridos de la zona, me enfrentaba con las charlas de esos viejos colegas, a veces decepcionante a veces incrédulo; tan fuerte era para mí reconstruir sus vidas, y como un martillo en la sien las palabras de aquellos eran tormentos.

Pasada la tarde me hospedé en la costa, ese olor a hotel es frío pero minucioso, en la terraza del cuarto las olas del mar iban una tras otra con fuertes golpes en la arena, más al centro el color cambiaba de gris a azul; así era la fuerza de las ideas, una seguida de otra para terminar totalmente aislada y -como era notable- el color de la idea variaba en tenues pincelazos, parecido a aquella palmera asistida por un platanero y dos buganvilias secas. El control era persistente, había que dejar las raíces debajo para que las hojas molasen.
Para comenzar un año las cosas no arrancaban bien, la rescisión de la crisis recetada por una dosis de cinismo, un encuentro con la lluvia o un gasolinazo daban lo mismo. Pero allá las cosas cambian, uno nunca se entera de nada a menos que desvíes la mirada, pero ni así te da tiempo de equivocarla. Allá mismo conocí a Fernanda, una señora de varios años que me enseñó más que palabras: Bule, Volos, Peido, Guaca, Micha, Champola y Kíkiri; y mientras se cubría del frío con un telado, mencionaba la afluente historia de Pichi, su perra; tan solaz y placentera como la vida propia.