jueves, 30 de abril de 2009

"El desamor en los tiempos de Influenza"

Once de la mañana. Una sublevación de personas con cubrebocas azules y blancos se concentraba en el pilón de la glorieta Insurgentes por un sismo que derribó los lápices del escritorio. Muchos teléfonos, miradas aciagas, rostros enfermos y pálidos casi color leche cercados por tres o cuatro edificios gubernamentales a la espera de verlos caer sobre nosotros. Una bomba de hormigón y tablaroca a punto de ser estallada.

Nos tuvieron parados por varios minutos mientras se predecía la réplica del telúrico. En la glorieta no había nombramientos, titulares, jefes de departamentos, subdirectores de área, nada de eso había porque éramos cosas menos de lo que imaginamos ser cuando salimos por la rampa de la Secretaría; de modo que nos vimos arrinconados por largas y vidriadas construcciones. Por la esquina de Reforma un par de sirenas doblaron a Londres con el sonido a detonar al mismo tiempo que la bomba de cascajo a reventar. Un helicóptero de la PF vigilando desde arriba.

Pareces hormiga en pecera.

En el tumulto una cámara de alguna televisora se acercaba a las filas, protegiendo la luz, enfocando rostros a mitad azul sin hacer preguntas. Todos con cubrebocas porosos infinitamente mayor al tamaño del virus. Pasan diez o quince minutos y te das tiempo de pensar. ¿Qué jodidos haces ahí?

En esos momentos que sientes que tu vida está en embudo, te sientes alfeñique, poco menos que cualquiera y esperas el momento -¿de qué?-, no sé, sólo esperas.

-Entidades A, B, C y Criminológico ya pueden pasar. De dos en dos, dos filas por favor.
-Tú eres de Asuntos Legales y Derechos Humanos-. Lo mismo te da entrar ahora o después.

Estás en shock.

Escuchas y contemplas el más puro y refinado en bruto de los miedos, del temor, de la salvaguarda. Lo escuchas de Esmeralda, de Laura, de Rafael, de la China, Julio, Sergio, ríes de cada versión. Y es que de repente la ciudad se convirtió en Raccoon City, en Akira, en alguna de tantas ciudades devastadas que conociste de pequeño, y ahora el único y fiel protagonista eres tú, aquí no hay vida infinita ni trucos que te acojan de la muerte. No habrá Neo-tokio estilo mexicano.

- Mantengan la calma. El piso cuatro ya puede entrar, de dos en dos por favor.

-Te llaman, ése es tu piso-. Te fías más de la calle donde hay ventilación menos caliente, menos contaminada y más pura que el aire robado de las oficinas allá adentro. Además, en caso de otro sismo, tendrías el tiempo suficiente para salir corriendo a la explanada, a la glorieta -donde seguro- no te caerá un edificio encima.

Son cerca de las doce, has perdido más de dos horas por el todo esto. Una ciudad incubadora de un virus sin vacuna –todo entre comillas- y por si fuera poco, un temblor a principio de semana.

Recuerdas la sacudida: El ordenador de Aurelio está desocupado, nunca trabaja los lunes, seguro no quiso salir de casa, no lo culpes tú harías lo mismo si dejaras de lado esa nociva responsabilidad. Te sientas y abres el expediente: “Derecho de Petición por Beneficios” ¡carajo! ¿Pues que no saben hacer otra cosa? Miras alrededor y todos, todos, contando intendentes y secretarías portan cubrebocas azules, escuchan la radio alarmados y siguen los ácidos consejos de la SSa. Nadie te saluda ese día, sólo pasan en tres pisadas sonriendo y alzando la mano, ¡Vaya comedia!, comienzas a preocuparte. En ese momento, cuando escribes en el monitor el número de expediente, oyes de lejos la vos de una mujer serena diciendo “Está temblando”. No haces caso. Ahí dentro ese tipo de bromas son corrientes y habituales. Sigues trabajando, ¡qué fastidio! te das cuenta que el folder oficio no coincide con el número de expediente de Durango. Piensas matar a los de archivo -no sabes ni por qué están ahí- cuando se escucha la segunda vos fémina diciendo un poco más alarmada “Está temblando”. En la oficina se percibe un silencio muy corto, todos mirando al suelo tratando encontrar un mareo, un movimiento de sus cosas en el escritorio que les adviertan el sismo, pasan dos segundos y al tercero correctamente el escritorio se columpia de lado a lado, los postits se caen y los lapiceros tiemblan en su propio recipiente.

¿Qué es lo que hace uno en ese tipo de momentos?, nunca tuviste desde el kinder simulacros de emergencia sísmica, ¿qué haces encerrado en el cuarto piso de un edificio de siete?, ¿cuánto tiempo tienes para evacuar el edificio, es suficiente? Nunca supiste qué hacer.

Las abogadas arrojaron sus unidades y salieron caminando históricamente en caminata con tapaboca en mano. Te levantas del escritorio y llevas el expediente debajo de tu hombro (ahora te preguntas por qué), no te escandalizas pero tampoco te ablandas. Dejas el expediente en la próxima mesa, no miras nada y caminas hacía las escaleras, el elevador atascado en el piso tres -habrá gente ahí dentro, te preguntas- y te llevan por la rampa del estacionamiento como maquinitas protectoras de una vida metálica, bajan, bajas rápido, lo más rápido, parece estar ya no temblando pero aún así te apresuras, bajas, bajas, el tercer piso, el segundo, el Mezanine, hasta salir por la calle trasera y el sol te lastima, te ofende en estrías naturales. Un montón de gente aglutinada ha salido primero que tú.

En menos de un minuto –calculas- el piso cuarto se encontró vacío.

Miras las peores caras blancas en cubrebocas. ¿Qué está pasando?, seguro debe ser algo muy malo. Un epidemia, un temblor, ya da lo mismo. Dios ha de estar durmiendo. La gente se alarmó en cuestión de minutos. Nunca has estado tan cerca de lo real, de lo trascendente, lo que preocupa. Te llevan en rebañito a la glorieta Insurgentes y ahí esperas la réplica telúrica como quien espera la cachetada avisada. ¿Un café?, ¿una Coca?, ¿Un cigarro? Te tiemblan las manos y sudan constantes. Anhelas tu casa, lo tuyo. Escuchas decir a tus espaldas la mejor versión de alguien que escapa de un temblor estando en el piso seis de la Secretaría. Qué agallas, qué valor. Tremendo.

Lunes medio día, has vivido más emociones que las que se pueden detener en dos años enteros. Quién amortiguó el lunes, nadie. Quién advirtió a los prestadores de Servicio Social, pues nadie. Da miedo entrar a las estaciones del metro, hay tantas personas en paranoia que terminas por sentirte enfermo. Y qué hay del señor que estornuda en el metro y el alrededor de su gente se expande para ser protegida. Con respirar en Pino Suárez te crees ya en un hospital.

Digo, es un buen tiempo para salir a beber café a La Cúspide, ver dos o tres filmes por día desde la trinchera, irse a los puertos y quedarse una semana o más, de cualquier forma el seis de mayo es apenas el principio.

- ¿Sentiste el temblor?, pregunta Laura. Me reservé a darle cualquier expresión que pudiera parecer una respuesta.

viernes, 24 de abril de 2009

"Yo no soy escritor"

Yo no sé escribir. Yo no publico letras en las revistas. Yo no tengo editorial que me constituya. Yo no tengo libros, columnas o –si así quieres verlo– simpatía pública. Yo no hago comentarios críticos de documentales y mucho menos me dejan hasta el final de las bibliografías de los libros de la SEP. No, no tengo empresa, no tengo ensayos, no me interesa vender frases, estilos, pulir la técnica o vivir el momento para poder escribirlo, no me hace falta experiencia y peor aún no la necesito porque dentro de todo, no quiero ser escritor. No me desvela el sinónimo de alguna palabrilla nimia, no despierto exaltado creyendo encontrar el sinónimo que encaje, que no lastime ni sublime el párrafo entero. No describo lo que vivo: en el auto, en la brocheta navegadora de la alfombra, en la avenida, en las seis cañerias que arrojó Fredman, con la tropicanísima de Mabe, nada de eso me importa. En todo caso, nunca he viajado al extranjero a conocer técnicas españolas, argentinas o colombianas para consagrarme como una letra propia, ni siquiera les importo. No anhelo el domingo para que mi texto se publique en la parte más intrascendente del periódico. Me laceran cuando entre la charla, alguien de la mesa me dice “¿Y tú, a qué te dedicas?”, como si fuera una receta de presentación, como si fuera un cigarrillo entre comida. Yo sólo me limito a responder “Estudio Derecho para no ser escritor”, ríen, ríen pensando en el chiste; ríen más cuando digo luego que no es un chiste. No me importa tener veintiún años y calvicie prematura, canas en el lóbulo derecho, arribita de la oreja. Y ocurre que en su tiempo tampoco me importó comenzar a fumar y que hasta ahora, su veneno lastime las patas de gallo que debo mostrarle a mi novia cada que río. Amo la cafeína, más que a las letras, una copula con otra constantemente. Tuvo a bien decir mi profesor de Teatro que un escritor no se hace, sino nace; pero yo no estoy hecho. No soy invitado especial de la radio. No medito la poesía; no creo en los versos, en su realidad suspendida, en su ficción a medias.
Pero el vicio lo llevo en la sangre y escupo reafirmadamente la sintaxis. Y si la melodía fatiga, rezo para que el tenor duerma en la espera.