Si le dedico tiempo ¿Significa que me interesa? Si ya estoy haciendo esto significa que al menos el tiempo que me está tomando escribir cada palabra está dedicada a su presencia. Estoy actuando de lo mejor, estoy llevando la fiesta en paz. No sé si pensará en mí, me gusta creer que sí. Yo sé que pienso en ella pero no me permito profundizar mucho; aún así, heme aquí.
Sólo recuerdo esa semana como una de las mejores en mi vida. Fue tan emocionante como increíblemente estúpida. Después de que me dijo que ya era hora, conseguimos un automóvil y condujimos hacia el norte. Teníamos menos dinero de lo suficiente como para llegar demasiado lejos. El coche era automático así que se le facilitaba aunque a mi no me hacía del todo feliz. Tomamos lo que pudimos de casa de Estela cuando paramos a que se despidiera. Al hacer un inventario teníamos cuatro latas de atún, tres de verduras, una barra de pan blanco y un sólo juego de cubiertos. Antes de salir volando decidí pasar por mi casa, casi nunca hay gente ahí. Terminamos de pertrecharnos con limones, cuchillo para cortarlos, aderezos, una lata de palmitos (nuestros favoritos) y toda la fruta que encontramos. En lo que ella juntaba todo esto yo buscaba en las hendiduras de los sillones, el fondo de los cajones, las bolsas de los pantalones y chamarras que se acababan de utilizar; de ahí junté como cuarenta pesos más.
Sin pensar en más, tomamos una cobija, la metimos a la cajuela y huimos. Pasando la caseta de Tepozotlan, el dueño del coche llamó para preguntar si habíamos llegado bien al cine. Ella le dijo que no, que había un pequeño problema pero que por favor no se alarmara, que todo estaría bien y regresaríamos pronto. Así, sin más, colgó. Compartimos una tierna mirada de complicidad, nos reímos y seguimos adelante.
La primera noche llegamos a Querétaro pero pasamos primero a conocer San Juan del Río. Recuerdo que me daba tristeza pensar que esa ciudad, como todas, crece y crece, llenando el espacio que estaba vacío entre la Ciudad de México y Querétaro. Nos quedamos a dormir en casa de una amiga que hace años no veía, tuvimos suerte de que siguiera teniendo el mismo teléfono. Su madre siempre me quiso mucho y nos permitió quedarnos en la habitación de visitas. Antes de partir nos dio de desayunar y sandwiches para el camino.
A partir de ahí fuimos sólo nosotras, quedándonos encima del techo del coche, bajo la cobija que tenía pintada un paisaje. El cielo estaba tan despejado una noche que pudimos ver la mancha blanca de la vía láctea. También vimos estrellas fugaces. En ese momento recordé que ella no creía en los deseos pero sí en la magia. Platicamos de lo diminutas que éramos, insignificantes. Silenciosamente pensaba en las hormigas, las respeté mucho en ese momento. Luego ella jugaba a delinearme con su dedo índice, comenzaba por la frente, mis párpados, la nariz, mis labios, jugaba en mi barbilla. Sus pies estaban calientes y los juntaba a los míos para calentarlos, yo era un hielo, pero no le molestaba.
Después de unas horas retomábamos la plática. Ella me contaba de todos sus viajes y sus vistas favoritas. Recuerdo especialmente la que de describió de Ciudad del Carmen, de como dice que veía el sol ponerse aunque en teoría debería estar del otro lado de la república. Supusimos que el efecto tenía que ver con la inclinación de la tierra; el caso es que cuando me contaba de los colores del cielo vi que comenzó a llorar. Entonces, como en cualquier otro momento triste, yo la hacía reír involuntariamente. Le contaba de mi familia, nunca fallaba. No creía que tantas personas pudieran caber en una sola casa por tanto tiempo y sin matarse. Le contaba los asuntos escabrosos de los que me enteraba cuando sólo una fina división me separaba de las discusiones maritales. Le contaba de los viajes pueblerinos que hacíamos sólo por cumplir los caprichos del abuelo. Después de empacar sólo lo indispensable, todo mundo subía al coche y juntaban dinero para la gasolina y la caseta. Ella se reía de la idea de una familia cuyos secretos flotaban en el aire para que cualquiera los atrapara.
La verdad es que su vida siempre se me hizo infinitamente más interesante. Creía en la magia que ella me decía. De noche nos enredábamos entre nosotras, comencé a creer en el tipo de magia que me platicaba. El orden de las cosas se hizo diferente. Así, entre dos paisajes soñábamos con cosas similares.
Cuando ella empeoró fue cuando se nos comenzó a acabar el dinero. Llamé a casa, necesitaba algo para al menos comprarle aspirinas. Contestó mi hermana, ella arreglaría todo. Yo conseguía hielo gratis en los bares por la mañana y lo pasaba por su boca. La ruta trazada era hacia Los Mochis, subiendo por Mazatlán. Lucía mandó más dinero del necesario, seguro eran sus ahorros. Las últimas noches encontraba hostales o casas de gente que se apiadaban de nosotras. Los momentos buenos me eran más pesados que los malos, debía sonreírle y ver las ganas que tenía ella de sonreír sin dolor, quería guardar todo en mi mente y no dejar que nada se me fuera. Cuando deliraba decía incoherencias hiladas, como Hamlet. Yo era su alondra y ella era mi paloma. Llegando por fin a Los Mochis, fuimos a la playa de Topolobampo, ahí vimos su última puesta de sol. Entre la arena y un paisaje nos dimos un último beso. Me dijo que no le dolía, que se sentía ligera, yo le dije que era porque se estaba convirtiendo en una paloma. Me recitó algo que me había escrito hace tiempo:
“¿Qué decir de vuestra sonrisa?”
yo tuve que terminar
“Si a mi vista parece que me mata cuando guiña”.
Ezequiel recibió su coche de vuelta, el único cambio fueron muchos más números en el kilometraje. La experiencia no le viene mal a nadie.
Estela me recibió con una botella de tinto y un largo abrazo.
Lucía movió todas las fuerzas del universo para que cuando llegara a casa sólo me preguntaran si tenía hambre. Dormí por dos días enteros.
Ahora sólo veo por mi ventana y me sigo preguntando si piensa en mí, si debería pensar todavía en ella; ya profundicé lo suficiente.
Sólo recuerdo esa semana como una de las mejores en mi vida. Fue tan emocionante como increíblemente estúpida. Después de que me dijo que ya era hora, conseguimos un automóvil y condujimos hacia el norte. Teníamos menos dinero de lo suficiente como para llegar demasiado lejos. El coche era automático así que se le facilitaba aunque a mi no me hacía del todo feliz. Tomamos lo que pudimos de casa de Estela cuando paramos a que se despidiera. Al hacer un inventario teníamos cuatro latas de atún, tres de verduras, una barra de pan blanco y un sólo juego de cubiertos. Antes de salir volando decidí pasar por mi casa, casi nunca hay gente ahí. Terminamos de pertrecharnos con limones, cuchillo para cortarlos, aderezos, una lata de palmitos (nuestros favoritos) y toda la fruta que encontramos. En lo que ella juntaba todo esto yo buscaba en las hendiduras de los sillones, el fondo de los cajones, las bolsas de los pantalones y chamarras que se acababan de utilizar; de ahí junté como cuarenta pesos más.
Sin pensar en más, tomamos una cobija, la metimos a la cajuela y huimos. Pasando la caseta de Tepozotlan, el dueño del coche llamó para preguntar si habíamos llegado bien al cine. Ella le dijo que no, que había un pequeño problema pero que por favor no se alarmara, que todo estaría bien y regresaríamos pronto. Así, sin más, colgó. Compartimos una tierna mirada de complicidad, nos reímos y seguimos adelante.
La primera noche llegamos a Querétaro pero pasamos primero a conocer San Juan del Río. Recuerdo que me daba tristeza pensar que esa ciudad, como todas, crece y crece, llenando el espacio que estaba vacío entre la Ciudad de México y Querétaro. Nos quedamos a dormir en casa de una amiga que hace años no veía, tuvimos suerte de que siguiera teniendo el mismo teléfono. Su madre siempre me quiso mucho y nos permitió quedarnos en la habitación de visitas. Antes de partir nos dio de desayunar y sandwiches para el camino.
A partir de ahí fuimos sólo nosotras, quedándonos encima del techo del coche, bajo la cobija que tenía pintada un paisaje. El cielo estaba tan despejado una noche que pudimos ver la mancha blanca de la vía láctea. También vimos estrellas fugaces. En ese momento recordé que ella no creía en los deseos pero sí en la magia. Platicamos de lo diminutas que éramos, insignificantes. Silenciosamente pensaba en las hormigas, las respeté mucho en ese momento. Luego ella jugaba a delinearme con su dedo índice, comenzaba por la frente, mis párpados, la nariz, mis labios, jugaba en mi barbilla. Sus pies estaban calientes y los juntaba a los míos para calentarlos, yo era un hielo, pero no le molestaba.
Después de unas horas retomábamos la plática. Ella me contaba de todos sus viajes y sus vistas favoritas. Recuerdo especialmente la que de describió de Ciudad del Carmen, de como dice que veía el sol ponerse aunque en teoría debería estar del otro lado de la república. Supusimos que el efecto tenía que ver con la inclinación de la tierra; el caso es que cuando me contaba de los colores del cielo vi que comenzó a llorar. Entonces, como en cualquier otro momento triste, yo la hacía reír involuntariamente. Le contaba de mi familia, nunca fallaba. No creía que tantas personas pudieran caber en una sola casa por tanto tiempo y sin matarse. Le contaba los asuntos escabrosos de los que me enteraba cuando sólo una fina división me separaba de las discusiones maritales. Le contaba de los viajes pueblerinos que hacíamos sólo por cumplir los caprichos del abuelo. Después de empacar sólo lo indispensable, todo mundo subía al coche y juntaban dinero para la gasolina y la caseta. Ella se reía de la idea de una familia cuyos secretos flotaban en el aire para que cualquiera los atrapara.
La verdad es que su vida siempre se me hizo infinitamente más interesante. Creía en la magia que ella me decía. De noche nos enredábamos entre nosotras, comencé a creer en el tipo de magia que me platicaba. El orden de las cosas se hizo diferente. Así, entre dos paisajes soñábamos con cosas similares.
Cuando ella empeoró fue cuando se nos comenzó a acabar el dinero. Llamé a casa, necesitaba algo para al menos comprarle aspirinas. Contestó mi hermana, ella arreglaría todo. Yo conseguía hielo gratis en los bares por la mañana y lo pasaba por su boca. La ruta trazada era hacia Los Mochis, subiendo por Mazatlán. Lucía mandó más dinero del necesario, seguro eran sus ahorros. Las últimas noches encontraba hostales o casas de gente que se apiadaban de nosotras. Los momentos buenos me eran más pesados que los malos, debía sonreírle y ver las ganas que tenía ella de sonreír sin dolor, quería guardar todo en mi mente y no dejar que nada se me fuera. Cuando deliraba decía incoherencias hiladas, como Hamlet. Yo era su alondra y ella era mi paloma. Llegando por fin a Los Mochis, fuimos a la playa de Topolobampo, ahí vimos su última puesta de sol. Entre la arena y un paisaje nos dimos un último beso. Me dijo que no le dolía, que se sentía ligera, yo le dije que era porque se estaba convirtiendo en una paloma. Me recitó algo que me había escrito hace tiempo:
“¿Qué decir de vuestra sonrisa?”
yo tuve que terminar
“Si a mi vista parece que me mata cuando guiña”.
Ezequiel recibió su coche de vuelta, el único cambio fueron muchos más números en el kilometraje. La experiencia no le viene mal a nadie.
Estela me recibió con una botella de tinto y un largo abrazo.
Lucía movió todas las fuerzas del universo para que cuando llegara a casa sólo me preguntaran si tenía hambre. Dormí por dos días enteros.
Ahora sólo veo por mi ventana y me sigo preguntando si piensa en mí, si debería pensar todavía en ella; ya profundicé lo suficiente.