lunes, 31 de agosto de 2009

Entre dos paisajes


Si le dedico tiempo ¿Significa que me interesa? Si ya estoy haciendo esto significa que al menos el tiempo que me está tomando escribir cada palabra está dedicada a su presencia. Estoy actuando de lo mejor, estoy llevando la fiesta en paz. No sé si pensará en mí, me gusta creer que sí. Yo sé que pienso en ella pero no me permito profundizar mucho; aún así, heme aquí.

Sólo recuerdo esa semana como una de las mejores en mi vida. Fue tan emocionante como increíblemente estúpida. Después de que me dijo que ya era hora, conseguimos un automóvil y condujimos hacia el norte. Teníamos menos dinero de lo suficiente como para llegar demasiado lejos. El coche era automático así que se le facilitaba aunque a mi no me hacía del todo feliz. Tomamos lo que pudimos de casa de Estela cuando paramos a que se despidiera. Al hacer un inventario teníamos cuatro latas de atún, tres de verduras, una barra de pan blanco y un sólo juego de cubiertos. Antes de salir volando decidí pasar por mi casa, casi nunca hay gente ahí. Terminamos de pertrecharnos con limones, cuchillo para cortarlos, aderezos, una lata de palmitos (nuestros favoritos) y toda la fruta que encontramos. En lo que ella juntaba todo esto yo buscaba en las hendiduras de los sillones, el fondo de los cajones, las bolsas de los pantalones y chamarras que se acababan de utilizar; de ahí junté como cuarenta pesos más.

Sin pensar en más, tomamos una cobija, la metimos a la cajuela y huimos. Pasando la caseta de Tepozotlan, el dueño del coche llamó para preguntar si habíamos llegado bien al cine. Ella le dijo que no, que había un pequeño problema pero que por favor no se alarmara, que todo estaría bien y regresaríamos pronto. Así, sin más, colgó. Compartimos una tierna mirada de complicidad, nos reímos y seguimos adelante.

La primera noche llegamos a Querétaro pero pasamos primero a conocer San Juan del Río. Recuerdo que me daba tristeza pensar que esa ciudad, como todas, crece y crece, llenando el espacio que estaba vacío entre la Ciudad de México y Querétaro. Nos quedamos a dormir en casa de una amiga que hace años no veía, tuvimos suerte de que siguiera teniendo el mismo teléfono. Su madre siempre me quiso mucho y nos permitió quedarnos en la habitación de visitas. Antes de partir nos dio de desayunar y sandwiches para el camino.

A partir de ahí fuimos sólo nosotras, quedándonos encima del techo del coche, bajo la cobija que tenía pintada un paisaje. El cielo estaba tan despejado una noche que pudimos ver la mancha blanca de la vía láctea. También vimos estrellas fugaces. En ese momento recordé que ella no creía en los deseos pero sí en la magia. Platicamos de lo diminutas que éramos, insignificantes. Silenciosamente pensaba en las hormigas, las respeté mucho en ese momento. Luego ella jugaba a delinearme con su dedo índice, comenzaba por la frente, mis párpados, la nariz, mis labios, jugaba en mi barbilla. Sus pies estaban calientes y los juntaba a los míos para calentarlos, yo era un hielo, pero no le molestaba.

Después de unas horas retomábamos la plática. Ella me contaba de todos sus viajes y sus vistas favoritas. Recuerdo especialmente la que de describió de Ciudad del Carmen, de como dice que veía el sol ponerse aunque en teoría debería estar del otro lado de la república. Supusimos que el efecto tenía que ver con la inclinación de la tierra; el caso es que cuando me contaba de los colores del cielo vi que comenzó a llorar. Entonces, como en cualquier otro momento triste, yo la hacía reír involuntariamente. Le contaba de mi familia, nunca fallaba. No creía que tantas personas pudieran caber en una sola casa por tanto tiempo y sin matarse. Le contaba los asuntos escabrosos de los que me enteraba cuando sólo una fina división me separaba de las discusiones maritales. Le contaba de los viajes pueblerinos que hacíamos sólo por cumplir los caprichos del abuelo. Después de empacar sólo lo indispensable, todo mundo subía al coche y juntaban dinero para la gasolina y la caseta. Ella se reía de la idea de una familia cuyos secretos flotaban en el aire para que cualquiera los atrapara.

La verdad es que su vida siempre se me hizo infinitamente más interesante. Creía en la magia que ella me decía. De noche nos enredábamos entre nosotras, comencé a creer en el tipo de magia que me platicaba. El orden de las cosas se hizo diferente. Así, entre dos paisajes soñábamos con cosas similares.

Cuando ella empeoró fue cuando se nos comenzó a acabar el dinero. Llamé a casa, necesitaba algo para al menos comprarle aspirinas. Contestó mi hermana, ella arreglaría todo. Yo conseguía hielo gratis en los bares por la mañana y lo pasaba por su boca. La ruta trazada era hacia Los Mochis, subiendo por Mazatlán. Lucía mandó más dinero del necesario, seguro eran sus ahorros. Las últimas noches encontraba hostales o casas de gente que se apiadaban de nosotras. Los momentos buenos me eran más pesados que los malos, debía sonreírle y ver las ganas que tenía ella de sonreír sin dolor, quería guardar todo en mi mente y no dejar que nada se me fuera. Cuando deliraba decía incoherencias hiladas, como Hamlet. Yo era su alondra y ella era mi paloma. Llegando por fin a Los Mochis, fuimos a la playa de Topolobampo, ahí vimos su última puesta de sol. Entre la arena y un paisaje nos dimos un último beso. Me dijo que no le dolía, que se sentía ligera, yo le dije que era porque se estaba convirtiendo en una paloma. Me recitó algo que me había escrito hace tiempo:
“¿Qué decir de vuestra sonrisa?”
yo tuve que terminar
“Si a mi vista parece que me mata cuando guiña”.

Ezequiel recibió su coche de vuelta, el único cambio fueron muchos más números en el kilometraje. La experiencia no le viene mal a nadie.
Estela me recibió con una botella de tinto y un largo abrazo.
Lucía movió todas las fuerzas del universo para que cuando llegara a casa sólo me preguntaran si tenía hambre. Dormí por dos días enteros.
Ahora sólo veo por mi ventana y me sigo preguntando si piensa en mí, si debería pensar todavía en ella; ya profundicé lo suficiente.

sábado, 29 de agosto de 2009

El mundo en un hilo


Pongamos agua en una telaraña.
Mezclemos el rocío con la fina tela.
Hagamos seda de nuestros capullos.

Crearemos cosas hermosas por dentro.
Las arañas nos cuidarán y nos abrazarán con sus patas.
Ahogarán nuestros lloros con su caminar.
Ellas extenderán sus extremidades de forma armoniosa.
El movimiento de una pata termina cuando el movimiento de otra ya ha comenzado.
Imagino sus patas tocando la guitarra; su melodiosa simetría es hermosa.

Les pediremos un favor a las arañas y nos mostrarán sus bailes.
Nos enseñarán a tejer como ellas.
Crearemos telarañas pegajosas, serán peludas y de siete hilos diferentes.
Tendrá más fuerza que el acero.
Vamos a atrapar los gestos que se quedaron en el camino.
También utilizaremos la seda para sanar las heridas.
Reconstituirá y cicatrizará el daño, ya no sangrará más.
Borraremos las equivocaciones y pediremos disculpas.

Con las telarañas a nuestro rededor nada nos dañará.
Ya no tendremos que ser precavidos y diremos la verdad.
Nos cuidarán de los golpes, dejaremos de temerle a la sensatez.
Tejeremos toda la vida y será nuestra nueva era.

A cambio les diremos uno que otro secreto.
El suicidio de la madre no será requerido, les daremos nuestro alimento.
Dejarán de devorar a su pareja y formarán familias polígamas.
Afectaremos su mundo de manera que reinen sobre nosotros.

La verdad es que le tengo pavor a las arañas.
Son más listas que yo, también más rápidas.
Tienen su propósito escrito sobre cristal,
luego lo dibujan entre los árboles para que los demás lo vean.
Intento hablar con ellas y pedirles que no entren,
pero su magia no me corresponde.

Mientras pondré agua en una telaraña
y será fresco rocío de la mañana,
y con esa seda me haré un traje nuevo.

jueves, 20 de agosto de 2009

"Pienso, luego, existes"

Te vi llegar desde afuera, caminabas lento mientras sacudías la sombrilla en la entrada. Estuve aquí la tarde entera, esperando el momento en que llegaras. Llevo dos o tres tazas de café y siento que no me pierdo en el tiempo. Una pareja ha compartido la mesa conmigo, les advertí que no tardabas, no me tomaron en cuenta; es cuando pienso en la fragilidad del ser y del no ser, se marcharon rápido y ni siquiera agradecieron.
Ahora ya, hablemos bajo y en susurro. Por detrás es un señor viejo el que se esconde, se pierde entre las flores del mantel. “VAKOG: Visual, Auditory, Kinaesthetic, Olfactory, Gustatory”, la cafetería al este del olvido. Pones tu bolso en el respaldo de la silla y tomas la oreja de mi taza, pruebas: “está hirviendo”, un gesto no ayuda. Circulas la paleta por dentro, dejas el vapor elevarse. Hay una mancha transparente en tu párpado, sé que es lágrima. Me hablas:
-Te he hecho venir porque necesito hablar contigo. Quizá ya sea tarde y no te importe, pero necesito líbrame de esto.
«La palabra no me gusta».
-Mira, me he sentido engañada por ti. No pretendo echarte nada en cara a estas alturas. Pero, sólo pretendo que sepas por lo qué he pasado. Tú y yo estábamos muy unidos, eras especial para mí. Me dijiste que era una persona en quien podías confiar, que te importaba de verdad. ¿Qué pasó para que me abandonaras?
«Esa palabra me gusta menos».
Sonríes intentando aliviar tus ganas de lamentar sin dejar la voz:
-¿Te acuerdas de cuando te fuiste a vivir a Estados Unidos? Confiaste en mí, la primera para contar. Y ahora me he tenido que enterar por otros de que tienes leucemia.
De tu bolso sacas una fotografía, me miro en ella distinto: más joven. Había una alegría reflejada en los belfos que me quita la atención. La dejas junto a la pieza del jarrón. El mesero se acerca:
-Perdona, es que ya llevo un rato mirándote y no sé, ¿estás bien?.
-Si, ya estoy bien. Gracias, te importaría dejarme sola.
-Vale como quieras.
Llevas puesta la gabardina negra y unas botas de felpa paralelas.
-Lo que quiero que sepas es que te he echado de menos. Y si hacía como si no existieras cuando estábamos tomando algo, o no te hablaba, o no te miraba; era porque me dolía en el alma. Siento que ya no eres tú, siento que te has ido y me has dejado para siempre. Y esta vez es peor que cuando te fuiste a EU cinco meses; ahí sabíamos lo que había, ahora sabemos que no hay nada. Sé que no dirás nada porque no es tu estilo, siempre fuiste igual de callado, de misterioso, incluso conmigo. Lo siento, tengo que confesarte que he sentido mucha rabia contra ti. Perdóname.
«A mí no me ha gustado ninguna palabra. Nunca supe por qué te agradaba tanto este lado de la mesa».
-Y estás mucho más lejos que cuando te fuiste a EU. ¿Te acuerdas que en vez de decirnos adiós, nos dijimos hasta luego?, ahí te sentía mucho más cerca. Sé que ya no eres el mismo, sé que ya no encontraré en ti a esa persona especial que me quería. Se me hace un nudo en la garganta. No, lo siento por qué no supe cómo afrontar lo de tu enfermedad, no supe cómo darte mi apoyo, cómo ayudarte. Y tuve que dejar a un lado mi orgullo, ir a verte, eso me costó mucho, no supe cómo hacerlo. Perdóname.
Ambos fijamos la mirada a través de la ventana, una pareja camina en la avenida. Acaricio la piel de tus dedos, no dejo de mirarte. En aflicción te extiendes en un llanto que reprimes con suspiros y un pañuelo de papel. El mesero te observa desde la barra mientras limpia la madera. Sin quitar la vista continúas.
-Bueno, éste es el final para nosotros: Y es así porque es la primera vez que estoy consciente de que no volverás a ser tú. Aunque sé que a veces cerraré los ojos y te veré mirándome fijamente… como ahora. Sé que estarás en la sonrisa de otras personas. Te digo adiós, porque siempre vas a estar en mi corazón.
De una extraña impresión calculo cada gesto de ese ahogo. Con la yema del índice trazas la espiral de azúcar que desmoronó en la mesilla. La mirada se te nubla, esa condición sensible y romántica nunca la trazaste. Te llevas las manos a la boca y te limpias el rostro. Aquella figura de niña me estremece. Los pasos del mesero se acercan a la mesa una vez más:
-Oye, ¿de verdad estás bien?, no sé que me da verte así.
Regresas a la fotografía sin atenderlo hasta que el mesero se aleja sin decir palabra. Departes:
-Lucas, sé que estaré bien. Y ahora quizá te enteres de muchas cosas que nunca te dije. ¿En qué momento nos perdimos?; no es fácil para mí. Saber que te perdí es lo peor que he entendido.
En la puerta cristalizada del café entra un hombre alto, vestido de negro, se allega a nosotros -sin dirigirse a mí- extiende la mano para que la recibas:
-Mariana, amor, es tarde, el sepelio de Lucas es en quince minutos. Sé que extrañas a tu amigo, a mí también me duele. Anda, vámonos.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Filosofía sin más


¿Tú crees en esa teoría?
¿Cuál?
La que mantiene que todo lo que ves es producto de tu propia imaginación, la que dice que en realidad ya lo sabemos todo pero que creamos el mundo que vemos para alimentar a nuestro yo consciente de todo eso que nuestro yo subconsciente ya sabe.
Es algo confuso ¿No crees?
La verdad es que sí, algo, pero no lo descartemos, podría ser cierta.
Claro, suena como a una opción más y no se debe dejar nada de lado.
Está bien, es más, tomemos este momento por ejemplo: yo te estoy diciendo esto para convencer a mi propio ser consciente de algo que ya sé.
¿Quieres decir que tal vez me lo estoy diciendo a mí mismo a través de ti para que yo lo sepa?
¡Exactamente!
Pero, a ver, un momento que ya me perdí. ¿Me lo estoy diciendo o te lo estás diciendo?
Pues no sé, tal vez las dos.
No, porque si creamos el mundo a nuestro rededor, uno de los dos debe ser ficticio ¿No?
Pues sí, ¡Mira! Y yo que pensé que te ibas a tardar más en entender.
No, si soy listo.
Gracias.

jueves, 13 de agosto de 2009

"Tres minutos y medio para contar una mala historia"

«Una mañana aparece flotando en el retrete, como una medusa muerta, un condón usado.
Te levantas a mear y allí, en la taza del váter, aparece el condón contra un fondo de pinturas rupestres hechas con orina. Te preguntas: ¿En qué piensa el esperma?…»

Das vuelta al sistema satelital, una tras otra hasta llegar al mismo video musical. Envainado en la silla calas un cigarro, está húmedo pero lo aceptas. Nunca te han gustado las boquillas húmedas; pero: ¡bhaa! hoy, qué más da. Te viene igual morir adentro o afuera, sabes que morirás. Te encojes de hombros y buscas el baño, te sientes pegajosos, asqueroso, quieres limpiar el semen que despeñó en la sala. Encuentras a Zarza todavía con las piernas abiertas y las manos reposando en el suelo, a su lado dos botellas de whisky vacías y un par de jeringas escaldadas; a pesar de todo esto, sonríes.

Toda la noche soñaste que estabas follándote a Marla, a Marla Astilleros mientras fumaba un cigarrillo, a Marla Astilleros mientras entornaba los ojos. Esa mujer que te dejó atormentado.

Con la llegada de Zarza a tu apartamento las cosas cambiaron: todo a la mano, ella lo hace todo, ella te quiere, se siente bien contigo y le aterras; lo sabes, tú no tienes miedo. Cuando adelgazaste, cuando las manchas rojinegras -en tus brazos, en tu pecho, en todo tu cuerpo- florecieron y el cabello se te venía abajo con cada agarrón, supiste que Marla había arruinado tu vida.

Encontraste a Zarza en la misma clínica, ¡Puta!, pensaste, y echaste a reír. Dos muertos se acompañan, uno verá sufrir al otro, es la ruleta vivencial; pero el uno otro sufrirá menos. ¿Juegas?, le preguntaste, Zarza alzó las cejas. Aceptó. Las llevaste a tu apartamento, mientras le mostrabas cada lugar ella te relataba su desgracia y el infortunio. La única impresión te hizo recordar a Justina del Marqués de Sade. ¡Carapijo!, al menos no fue por tu cuenta, por tu voluntad, qué desgraciados, le dijiste. Zarza soltó a llorar como una niña perdida, perdida en cada rincón de su ser, de su pasado. Bien, ya sabes qué sí y qué no, todo es tuyo, pero sabes que antes fue mío y por eso me corresponde, pero puedes tomarlos. Dormiremos juntos, sólo hay una cama, tú cocinas y yo traigo lo que pueda; mientras morimos. Zarza estuvo conforme. Ella te pregunta si eres infectado acérrimo. ¡Qué demonios!, yo de eso no sé, no entiendo, pero después de dos E.L.I.S.A: ambos resultaron positivos, contestaste. Zarza se ha hecho exactamente el mismo número de pruebas.

Ayer comieron disgustados lo que cocinó Zarza, una porquería que más bien parecía una versatilidad de tenedores con masas. Miras su rostro de Zarza en la cocina, los pómulos hinchados y la piel delgada. Arribas sus labios secos con los dedos y le dices que es bonita. No te cree, así que la besas abalanzándote sobre ella, pasando por la mesa la tomas de la nuca y la tocas. Realmente sientes la sangre de sus labios disiparse por tu lengua. Sacaron unas jeringas y se las clavaron en toda la espalda y las quemaban junto con berdte´s, se las inyectaban. Sin más, la poseíste una y otra vez hasta cansarse. Ella se quedó en el suelo, tú pasaste la noche en algún lugar que seguro no recuerdas.

Y sí, Zarza sigue con las piernas abiertas y las manos reposando en el suelo, a su lado dos botellas de whisky vacías y un par de jeringas escaldadas. Ha pasado la tarde, te acercas a ella y no responde. Está muerta. La dejas así, no la mueves.

Ya es hora, el despertador sonó cinco minutos, tienes una mala historia.

viernes, 7 de agosto de 2009

Juegos nocturnos


No disfruto mucho salir a antros, creo que es innecesariamente caro. Termina siendo divertido pero jamás será mi primera opción para salir a bailar, aunque para ese fin no encuentro más alternativas; anoche terminé yendo con varios amigos, de aquellos que realmente estimo. De entre todos, iban otras tres amigas y bueno, creo prudente decir que no soy ni me siento una persona atractiva y menos al lado de mi amiga B. Somos muy cercanas, nos queremos mucho aunque nos veamos poco, ella es intensa e intrigante, el tipo de personas que al salir de noche se le facilita conocer gente, todo lo contrario a mi.

Al punto.
Somos vecinos de "mesa" con un grupo de 6 ó 7 hombres considerados mayores, aquellos que se resisten a salir de los treintas. Había uno entre ellos que no le invitaba copas a las señoritas que pasaban de frente, que revisaba constantemente el celular (me imaginaba que para avisarle a su esposa que la reunión iba a tomar más tiempo del esperado) y que sólo se emocionaba con canciones rockeras del siglo XX, aunque después cantara música actual que desconozco. Caigo perversamente en el cliché de encontrar atractivos a las personas mayores, aunque ninguna experiencia me indiqué el porqué, fue entonces que quise identificarme con él. B decidió que también era atractivo, lo cual más o menos significaba "suerte para la vencedora"; luego luego me sabía perdida en un encuentro en el que no soy suficiente rival, como mencioné arriba, B es todo lo que no soy y le envidio un poco al respecto pero, no sé, algo me hizo reaccionar y acercarme, creo que si me sabía perdida, no había gran miedo o temor.

Mi inexperiencia en estos actos es total, jamás lo había hecho así que imaginé a las gacelas de National Geographic, atención desviada, no mostrar interés, todo eso que ahora que lo pienso se acopla mágicamente a los humanos. Él estaba sentado en una barda al lado del sillón donde nosotros habíamos dejado nuestras cosas, fui a sacar de mi bolsa un cigarro cuando se agacha a mi lado:

–Si prendes eso, perderías todo lo sexy que eres.

... ¿es una línea? ¿Existe una respuesta correcta? Momento, recuerda Ale, sexy no es lo tuyo... Bien pude sonreír, prenderlo y alejarme, lo pensé por unos segundos y una voz interior me hizo saber que ya estaba adentro, que si quería podía jugar su juego y ver a dónde acaba.

–Pero me gusta, le respondí.

No se me ocurrió otra cosa, ¿debería de alegar o de hacerle caso a la primera? ¿qué se hace en esos momentos? Me repitió más o menos lo mismo y bueno, guardé los cigarros y le pregunté ¿ahora qué? Me extendió la mano para ayudarme a subir a la barda donde estaba sentado. Creo que las primeras frases son estándares para este tipo de situaciones, me dijo que podría ser mi padre y bueno, sólo si se hubiera portado muy mal a sus 16 años. Sentada a su lado y con su mano en mi cintura, comenzamos una plática que hubiera querido guardar para la posteridad.

J.G. es un hombre que a sus 38 años de edad trabaja en algo que no le gusta y está intentando hacer algo para cambiarlo. Me platicó de dos chicas que habían llegado a su mesa con un discurso más o menos así: estoy aquí contigo (como favor) así que invítanos un trago. Hablamos de las edades, tradiciones, intenciones, diferencias y semejanzas. Debido al ruido, teníamos que hablarnos a la oreja, zona sinceramente erógena para mí. Comentamos que preferíamos otros lugares donde se pudiera platicar de manera más cómoda y a lo que nos dedicábamos. Después platicamos acerca de lo que nos enseñaron nuestros padres, le dije que al parecer, sus padres y mis padres no eran muy diferentes, los míos ya son algo viejos comparados con los de mis conocidos, entonces sus padres y los míos son como de la misma tirada, pero que de alguna manera, entre él y yo existía una enorme diferencia. A nuestros padres les tocó el mismo tiempo y época, una que reinó por décadas, pero ahora ya no, cada año cuenta y son universos apartes.

Cuando ahondamos en el tema, decididamente me dijo que tirara a la basura todo lo que mis padres me habían enseñado, que aprendiera lo propio a mi manera, que olvidara todo lo que me ha encarrilado a ser como soy, pues es un acondicionamiento del que pocos puedes escapar. Lo pensé por un momento y le dije que creo que me habían tocado buenos padres, el ejemplo que se utilizó fue la educación, el ejemplo más burdo con el que comentamos fue: no interrumpir cuando la gente habla (algo bastante importante para mí). Me dijo que no, que fuera totalmente impulsiva, algo que no soy y siempre he deseado ser. También me dijo el típico -nadie nace sabiendo ser padres- a lo cual le dije: nadie nace sabiendo ser hijo, una cosa es que necesites dirección y ayuda en la vida y la otra que nazcas con la capacidad innata de obedecer.

–Tengo tres hijos, una niña dos cuates. (Demonios, sí es casado... un pensamiento para la posteridad.)

Creo que dentro de su cruzada espiritual, quiso dejarme con conocimientos básicos para la vida, particularmente los suyos. Me dijo que no quería que mañana despertara yo con la idea de que platiqué con un ruco que hablaba mucho, le contesté que yo no quería que al día siguiente despertara con la idea de haber perdido su tiempo con una niña que sólo le seguía la corriente.

Hablamos bastante y la atracción pasó a ser cuestión de segundo plano, creo que hay mucho que pensar al respecto. Me he aventado a ser como soy para no de repente tener 38 años y dedicarme a algo que no me guste, aunque no se ve una gran gama de escapatorias. J.G. logró que recapacitara acerca de las maneras de hacer las cosas, consiguió lo que esperaba con su plática, creo que quería dejar un poco de él en mí, no sé si yo conseguí lo mismo. No sabe que me costó mucho acercarme, que no hago eso ni planeo acostumbrarme a hacerlo. Tal vez es su rutina y gusta de platicar con mujeres menores que lleguen a considerarlo un mesías, no lo sé. espero no.

Último dato, uno en el que sigo divagando acerca de si estuvo bien o mal, pero del que he decidido no arrepentirme: Ya se iban, le agradecí por la bebida que me había ofrecido y me preguntó mi nombre, le pregunté el suyo y me dijo que había sido todo un gusto y un honor. Luego, no lo medité ni un segundo, le dije que quería practicar eso de hacer cosas impulsivas y olvidar lo que mis padres me enseñaron, quería darle un beso. Me sonrió de una manera extraña, como si hubiera pedido un dulce, se inclinó y me besó por un largo momento. No puedo negar que lo disfruté, de nuevo, el cliché me a vencido. Después me dio un beso paternalmente en la frente y se fue. Sé que si yo estuviera casada no sería justo, sé que no fue correcto, sé todo eso... todavía no puedo terminar esta frase, supongo olvidé fácilmente lo que me han enseñado acerca de ser alguien correcto.

Esto fue una experiencia más, algo que me indica que todavía no me conozco o que no me veo totalmente. No tenemos instrucciones para reaccionar en momentos nuevos, somos realmente libres de actuar y no todos tenemos la consciencia de que podemos afectar a terceros. Algo que J.G. me dijo es que no dudara en ningún segundo que cada uno de nosotros tiene algo único, cada humano cuenta. Pasamos estafetas que no sabemos si son necesarias, también somos obsoletos, somos interesantes. Este es un mundo interesante.

miércoles, 5 de agosto de 2009

1968


[…] yo había dicho: “No renegaré a esta soledad que nos orille.
Aboites y Jana…” Bella escena. Y ella sale con:
“No pensarás en salir [con…?”]
La brisa peina las ramas afuera,
murmura, es cadencia. Y mata.

La música de Jana aquí es más poderosa, ya que deja hablar, sin maquillarnos, a esos sombríos habitantes de la memoria afectiva. Otro de los instantes álgidos, es éste:

Jana susurra con los dientes apretados, un poco de saliva en su barbilla; mastica el afecto que dejó atrás, muy atrás: “¿Qué hemos hecho?, no sé si tú lo merezcas. Siempre pensé en el peor final, sin embargo éste es horroroso. No lo merezco”

Al fin y al cabo, el propio Aboites se pronuncia respecto de la traducción que tiene el aire de allá afuera, el sonido de una maquina pesada en los pasillos (arrastrada por dos o tres hombres más fuertes que él), el constante frío que encierra el cuarto y el óxido de aquella puerta atrancada. Sin dejar de lado la incomunicación que tienen con el exterior.

Jana, protagonista de Luz eléctrica en mis muñecas (ahora mismo)…, es una flema subiendo por la garganta desde el esternón. Aquí aparece dibujada como trasfondo.

A Aboites le gusta leer periódicos en las noches, después los quema en su ventana. Y las mujeres, sobre todo las mujeres. Además tiene por fetiche una boina negra con tres estrellas en la delantera: una, dice, es la estrella de Independencia, la que está en medio es la de la Revolución, y la tercera significa todo: new age, libre albedrío. Aboites tiene tan sólo diecisiete años, estudia la preparatoria, en la nueve. Estudia como la Providencia misma, sabe de filosofía y letras. Y lo natural en los malditos según la televisión parados un año atrás, desde Avandaro: drogas, música, reventón y divertidas escenitas de celos entre estudiantes y embajadas, políticos, aduaneras, y el Congreso de la Unión. El sopor que priva las alas. El pasado de Aboites es siempre limpio, elegante, sembrado de destellos que, a falta de un contraste convincente, acaban por brillar ya mucho. Sus cabellos largos, hasta la gola, le dan un merecido acento clásico. Le gusta tocar la guitarra, pintar, salir por la cuidad sábados y domingos hasta esconderse en su cuarto de libros. Extraña todo (ahora), inconsciente de su ambiente estará dispuesto a quedarse tranquilo por horas hasta que su fe se materialice en un contrato colectivo, o una huída; ya no sabe. Siempre ha sido una persona seria, pero no se reserva lo que cree necesario escupir. Sacó la altura de su abuelo, tiene agallas, es incansable. No tiene apetito por los vicios, piensa constantemente en ellos como la fascinación advertida y eso le excita. Vive solo en la capital, se las arregla como puede, duerme en los cuartos para estudiantes con sus amigos. Por las noches se imagina el futuro, periodista o cronista, aún no lo decide. Ha comenzado a trabajar en un Bar al sur de la cuidad, de ahí se alimenta y le sale para uno que otro libro. Hijo único de madre Italiana y de padre mexicano, muy afrancesado por las costas de Morelia. Vino a estudiar, siempre le gustó la capital. Cualquier expresión de su entrono le parece arte, más que eso: vivencias generacionales compartidas. En este momento piensa en los ojos cálidos de su madre, en su sonrisa, la contempla imaginando mientras escucha a Jana llorar. Es un Soñador, siempre le dijeron. Admira a pocas personas, eso le da fuerza para crearse su propio personaje dentro de cualquier comedia.

[…] Jana nunca lo supo.

Aboites no conocía a Jana hasta hace ocho minutos, cuando la vio acostada debajo de esa cama en la que él pretendía esconderse.

Un destierro estatal en los poblados periféricos de Hidalgo, hicieron a Jana huir con su Familia a otros poblados cercanos que no estuvieran pendientes de una expropiación federal. Jana es maestra de una primaria rural y tiene resentimiento de su propio Estado; la casa que le quitaron a la mala los federales la heredó de su padre, sin prórroga la demolieron con otras más para construir ciudades del futuro. Cuando escucha el himno nacional todos los lunes en la explanada junto a sus alumnos, la aquejan nauseas y ni siquiera levanta la mano al pecho. Estudia su segunda carrera en el poli, algo que le apasione más que enseñar vocales; es justo pensarlo después de veintidós años, dice. Jana decidió estudiar Música, es su primer año y aprende tenazmente porque se apasiona con tanta apostilla. Ya grabó su primera melodía “Luz eléctrica en mis muñecas”, fue aplaudida por todo el Auditorio Carmen Boullosa cuando la presentó junto con sus compañeros de clase. Ha sido de los mejores momentos que tiene tallados en la memoria. Saliendo de la facultad -se prometió- hará su propia escuela de música para los alumnos rurales. Jana ha gastado sus años mondando el mismo sueño, fatigando el mismo imaginario, inmóvil en un sombrío rincón de la realidad. Nadie, es seguro, se había dedicado con tanta consistencia en esos asuntos. Jana no encuentra diferencia alguna entre la locura, los milagros y la fantasía, le da lo mismo, es fóbica de su burbuja recurrente. Es romántica, busca-horizontes, creativa; los diarios categóricos de su pueblo la encasillan en uno de tantos males. Su rostro eternal sosteniendo una mirada serena le dan la oportunidad de conocer hombres a flote; mas ella no tiene tiempo de pensar es esas cosas. En ocasiones piensa que estará sola siempre. Al final, cada esfuerzo que pretende, le resulta hecho, siempre con la esperanza de que unos buenos resultados abundarán. Tiene un frenesí por los test de revistas afeminadas. El último que consultó, la encuadra como una mujer plena. No estuvo de acuerdo con el resultado, lo volvió a responder con gracia, mintiéndose a si misma: mujer de logros. Sólo así dejó la revista. Jana no conoció a su padre, su madre murió después que él. Ella pensó que se extrañaban. Por momentos mira la ventana de su casa y se alimenta de estrellas, hasta que las nubes las cubren se va a dormir; inquieta de sus sábanas. Su cuarto es un esplendoroso viaje de luces y estrellas que ella misma fabrica, luego se siente mujer, y piensa quitarlas. Le gustan las fotografías, su anhelo es encontrar la nota eminente de una de ellas para ambientar una cautelosa impresión auditiva y visual, en una sola mirada. Jana es lo único que tiene en la vida, su nombre. Ella admira a Kafka y a Sartre.

[…] Aboites nunca lo supo.

Jana no conocía a Aboites hasta hace ocho minutos, cuando lo vio correr hasta la cama en la que ella estaba escondida debajo, y se metió.

Una ráfaga de tres luces bengalas en medio de una conglomeración estudiantil en la plaza de las tres culturas de Tlatelolco, el sonido de las metralletas hacía el contingente y los disparos desde las alturas de los edificios que rodeaban la gran plaza; les dieron oportunidad, cada uno por su lado, a Jana y a Aboites, de correr a buscar su impaciente guarida. Vieron a sus amigos correr omnidireccionalmente, no supieron de ellos.

Muchos disparos. Gritos en pánico. Una histeria colectiva que se dispersaba por todas partes mientras gritaban “¡corran, corran!” y en el centro los pumas gritaban “No se vayan, nos quieren asustar; no se vayan”. Ella escuchó el primer disparo cuando tomaba fotografías a las mantas rojinegras que cubrían las ventanas del Guadalajara. No quiso asustarse hasta que vio tanques militares bloquear las escasas salidas de la plaza; entonces sólo así se arrastró hasta el primer edificio, estando ahí tocó las puertas de los apartamentos. Gritaba. Alcanzó una ventana y se metió, en el apartamento no había nadie, se clavó hasta el cuarto y se metió por debajo de la cama. Es lo único que recuerda Jana.

Al momento del primer trueno, Aboites se cubría del sol bajo una lona, esplendoroso del diálogo que hacía un grupo sindicalizado de hileros, se incluyó en la discusión. Los trabajadores depositaban su fuerza y esperanza en ellos, decían. Cuando las luces bajaban de los cielos él pensó mal, corrió a buscar a su grupo, en ese viaje encontró zapatos y sombrillas tiradas por todas partes, el flujo intrépido de aquellas masas lo contrariaban a su objetivo, logró escapar de ellos hasta que se topó con los Batallón Olimpia apuntando hacía su costado. Y tan plácida memoria de la pólvora lo hizo correr hasta el edificio y meterse en sus pasillos. Cuando miró a su entorno, observó a una mujer brincar por la ventana de un apartamento, la siguió hasta ahí. Estando adentro la mujer se desplazó hasta una habitación y se metió debajo de la cama, Aboites sin extrañeza dio vuelta y la alcanzó. Al verse los dos metidos ahí guardaron silencio sorprendidos.

En esa linda escena en la que los dos se encuentran rozando sus codos, en una habitación del primer piso de un edificio vacío, metidos por debajo de una cama; piensan lo que sucedió. Jana tiembla de miedo y se cansa de llorar. Aboites la mira paciente y sin saber su nombre la abraza por el cuello. Jana siente el calor que provoca su brazo y cierra los ojos. Aboites no puede sentir otra cosa que la palpitación de su pecho. Dos disparos que atraviesan el pasillo exaltan a Jana. En automático gritan dos hombres con la voz trozada y corren por los pasajes hasta caer. Jana comienza a desconsolarse y observan entrar por la puerta unas botas ingentes hasta colocarse frente a la cama.

[…] yo había dicho: “No renegaré a esta soledad que nos orille.
Aboites y Jana…” Bella escena. Y ella sale con:
“No pensarás en salir [con…?”]
La brisa peina las ramas afuera,
murmura, es cadencia. Y mata.

martes, 4 de agosto de 2009

Anoche



Sobre la carretera es de donde surgen mejor las historias, si no, pregúntenle a Kerouac, aunque él realmente escribió encerrado en una habitación, detalles nada más. Lo que sucede es que algo tiene el paisaje en movimiento que hace fluir a las palabras. La imaginación sigue la línea blanca al costado de la carretera; cuando se llega a topar con una intersección la imaginación duda, se dirige a donde vayan las líneas, un fin incierto. Si las líneas siguen o no, quien sabe, hay que escoger un camino.

Anoche mi camino llevaba a un lugar no tan incierto y notablemente no muy bello. El asiento trasero del coche de mi prima iba lleno, íbamos por la carretera que los jóvenes atraviesan para conseguir bebida y yo era la invitada oficial de la capital. Supongo es algo ofensivo escribir que quienes me acompañaban querían ser diferentes, gente divertida y de mundo frente a la muchacha de la capital, cuando lo único que ella quiere es pertenecer y mezclarse con los lugareños, sin importar que grandes hazañas hayan realizado en tiempos pasados. El de ascendencia árabe a mi derecha sigue diciéndome cosas que cree que quiero escuchar, él no comprende que no tiene que seguir diciéndome cosas bellas al oído, (aunque internamente quiera reirme del acento con el que las dice). Tiempo pasado me pregunta si siento lo mismo que él, si le causé la misma impresión, yo le sonrío hasta que junto los pantalones para decir las palabras que podrían hacerme quedar como una cualquiera pero que facilitarían la situación: "Yo sólo me quiero divertir". Creo que las tomó bien, comprende que me voy a ir y no volver a saber de él me daría exactamente lo mismo a saber si gana tal partido político o aquél equipo de futbol. En este lado norte del estado de Veracruz las cosas son distintas, para conseguir sustancias que alteren la realidad se recurre a los taxis con cierto número de unidad. Para poder beber tranquilos sin alterar el orden público ni molestar a terceros, se debe pasar de manera ilegal por bardas de propiedad privada y ocultarse. El árabe de nombre impronunciable sabe lo que hace, la verdad es que yo no tanto pero aún así me dejo llevar. Beber a nivel del mar para un residente del Estado de México es una contradicción, se puede ingerir altos niveles en grandes cantidades y aun así mantener la consciencia, pero en mi caso, el deseo de beber tanto se debe a que busco un nivel de inconsciencia, uno que busco desde hace tiempo y simplemente no llega.

El calor es agobiante, no me deja pensar, mi piel arde, los pensamientos corren lento por mi mente; quiero acelerar. Los cartones de cervezas corren como río y hay que ir por más; cuando me ofrezco para ir por más, el árabe cree que es código para alejarnos los dos solos. Me lanzan las llaves del coche mientras los demás, en compañerismo con el que me sigue, nos dejan ir solos, a mi me da lo mismo, sólo quiero moverme, salir del campo cercado. Sé el camino, hay que cruzar el municipio para que nos vendan alcohol a esta hora y se debe tomar un tramo de carretera. Lo único que pasa por mi mente es acelerar, tomar el volante con los dos brazos, la pierna izquierda doblada y la derecha a fondo en el acelerador. Los quemadores de gases naturales de las refinerías arden, la flama es de dos metros de alto; se quema el gas natural para que no se quede en el ambiente, ese gas se desperdicia porque las plantas no tienen capacidad para aprovecharlo. Las llamas de esos incineradores alumbran el camino,al igual que la luna. Voy en un coche que no es el mío, mientras manejo el chico de mi derecha me crea placer, la verdad es que lo disfruto pero no me interesa tanto como seguir acelerando. No conozco muy bien la carretera pero el peralte de las curvas (elevación de la parte exterior de la curva) no deja que me salga del camino. El viento seca poética y patéticamente el sudor de mi frente, de repente, el golpe del aire me despierta. ¿Qué demonios estoy haciendo? El chico está excitado y yo también, pero no sé a qué se debe, si a la velocidad o a su presencia; aparte de eso estoy acelerando en un camino que no conozco a las dos de la madrugada. Observo que se aproxima un puente y pienso que sería tan fácil dar un volantazo, caerme y estrellarme con las rocas de río... Es sólo un pensamiento fugaz, no voy sola en el automóvil y cruzo el puente como si nada, aunque no puedo dejar de imaginar cosas fatales por donde paso.

Llego a un Modelorama para comprar el cartón, el señor que atiende se ríe de los jóvenes que reciclan cartones tras cartones en una sola noche, me ayuda a acomodar las cervezas en la hielera que está en la cajuela. El árabe no baja del coche, supongo que por su actual condición física. Me dispongo a irnos cuando el chico sugiere que nos estacionemos por ahí, en algún lugar perdidizo pero se me ha acabado el interés, deseo regresar con mi prima al terreno baldío, talvez me vea otra estrella fugaz. El árabe no entiende o no quiere entender bien porqué ya no lo deseo y le explico que no pretendo "divertirme" en la parte trasera de un coche al costado de una carretera. Me dice algo más y me indica otra dirección pero la verdad es que por ahora sé a donde me dirijo; sé que debo pasar ese puente derecho, en la tercera curva a la izquierda tomar la desviación hacia el rancho "Luz de luna" y de ahí seguir con las luces apagadas, ciegos entre los enormes árboles de mangos, encontrar la ruptura en la barda y continuar hasta el pequeño claro donde los demás nos esperan.

Al árabe le dicen Rada, el diminutivo de su nombre, no alcanzo a escuchar su nombre completo y tampoco se lo pregunto. Todos aplauden el retorno de las botellas llenas, el calor en el claro es igual de sofocante que entre la maleza. Yo sigo bebiendo en cantidad para apagar la sed. La imagen del coche que vuela por el puente se olvida, el calor absorbe la cerveza pero alenta el metabolismo, la embriaguez llegará cuando ya esté cansada y quiera dormir, aun así, extiendo la mano para que me den otra pues esta ya se acabo. Rada me ve a lo lejos con unos ojos que gritan groserías, me lo gané pero no hay palabras suficientes para explicar el cambio de humor, el calor me carcome y tengo el tiempo suficiente para limpiar mi consciencia.

Esa noche acabó, ahora la línea blanca del pavimento me dirige a mi hogar, ahí donde el corazón está. Es peculiar que cuando estoy fuera y me siento mal, cierro los ojos y me digo la palabra "casa", entonces a la mente se me vienen imágines del hogar que habito; aunque un día por curiosidad, estando en mi habitación, cerré los ojos y me dije la misma palabra, las imágenes que siguieron no eran del lugar en donde estaba, eran campos abiertos, paisajes sin techos... más o menos los lugares por donde voy pasando ahora, por donde la línea blanca del pavimento me indica que continúe. ¿Por qué es tan difícil estar conforme? Parece que huyo de la satisfacción, le temo a confundirla con el conformismo, voltear y ver que lo logrado carece de valor.

Las montañas por las que paso son de un pasto particular, crece sólo unos pocos centímetros y al cruzar la cierra se asoma como un tapete enorme que cubre el suelo, al fondo del valle los árboles bordean un río, por donde te asomes hay diferentes gamas de colores verdes que acaparan la vista. Dice mi padre que si estiro el brazo podría tomar cualquier fruta, que nadie se muere de hambre en la selva; él acelera a fondo y el motor ruge en las rectas que aprovecha para rebasar. Las ramas de los árboles juegan con los cables de electricidad que cruzan la selva, hay ramas que se enredan en las torres de luz, aunque ¿quién enreda a quien? La electricidad llega a los pueblos más escondidos pero la naturaleza la acepta como propia lugareña de la región, tengo que recordar que los rayos eléctricos pegan en la superficie de la tierra cien veces por segundo, talvez no sean tan extraños como lo imagino.

Seguimos por el camino que nos adentra en la república. la vegetación cambia conforme el cielo se obscurece. Quiero acabar esto antes de entrar a la ciudad, para que esto se quede lo más verde posible, con los árboles de mangos y la zona platanera.

domingo, 2 de agosto de 2009

"Mi madre sin posdatas"

Trato de no pensar en aquél día:

Mirando el espejo titánico de aquella recámara, sentado sobre la cama de mi madre, levanté una almohada y bajo ella descansaba una nota: “La casualidad de hoy es enorme”. Quise encontrar alguna firma, algo que me llevara al dramaturgo. La nota estaba completamente arrugada y sin rúbrica. La dejé en su lugar, sin pretender la espía. Había visto películas mugrientamente románticas de hombres que cortejaban mujeres con notas de amor. Aquí no se trataba de amor, era una frase moldeable a cualquier arrogancia.

La casa tornaba menos clara en aquellos días, mi padre había regresado a los tés de hierbas para abatir sus nervios, la empresa lo tenía deshecho, pero en el fondo se sentía complacido por su extenuante trabajo como director de sistemas. Mi madre como secretaria de almacén se hacía de nuevas amistades, llegaba a casa con un drama de mediterráneo, comía poco en casa y se preocupaba por la limpieza extrema del hogar, extrañaba su apatía por el polvo. El reciente trabajo de secretaria la hacía sentirse mala casera.

Esa misma tarde, mi mamá llegó tardísimo del trabajo. Mi padre la saludó de buen modo y la besó como siempre: roce de labios sin alarmarse mucho. Cenamos juntos, y mientras mi padre platicaba de los nuevos sistemas que compraría la empresa, mi madre permanecía inquieta con los ojos clavados en los cuadros del mantel, paseando la cuchara en círculos por toda la taza. Mi padre puso su mano sobre la de ella y le preguntó si estaba bien. Mamá sólo le miró de reojo, estaba cansada y eso culminó en una sonrisa. Nunca había tenido escenas así a la hora de cenar; pensé que la nota tenía algo que ver. La nota en su cama me había dejado intrigado y corrí a buscarla, levanté la almohada pero ya no estaba. Pasó un rato y mis padres se fueron a dormir.

Yo no puedo dormir cuando tengo cosas en la cabeza, más que un asombro era una gran travesía. Mientras no podía pegar los ojos busqué en toda la casa más notas, pero no encontré nada. La fortuna hubo cuando hurgué en su bolsa de mano; había dos notas, las dos de papel diferente, parecía que mi madre aún no las leía, estaban cerradas y completamente limpias. Las abrí y una de ellas tenía escrito algo así: “Tu paciencia estresa el amor que te tengo”. La segunda, menos añeja: “Luisa, es hora de decidirlo, así más no puedo”.

En ese momento me vino al estómago un vació, un vacío que carcomió cada intestino hasta subir por la garganta haciendo un nudo de emociones. Memoricé cada palabra y llorando saqué las notas de la bolsa para guardarlas en mi buró. Esa noche no pude dormir.

Al día siguiente, mi madre salió muy temprano de casa, llevaba puesta una mascada en su cuello y una gran alegría en su rostro, como casi nunca. Mi padre decía que esa mascada sólo la utilizaba cuando estaba nerviosa, en las citas con el médico o cuando salían a cenar a algún lugar de gala; eso me puso de cabeza. Tomó su bolso y echó una mirada adentro buscando algo, no supo que la contemplaba desde la recámara hasta que cerró la bolsa y se despidió de un beso, sin darle importancia.

De un momento a otro, desde hacía días, mi madre formaba un carácter menos hostil, se le iba la alegría en la casa, hablaba menos con papá y se iba a dormir rápido, se justificaba diciendo que estaba cansada y eso le hacía escapar de nosotros. Había veces que telefoneaba por las tardes horas completas a pura carcajada y en ocasiones en voz bastante baja, lo suficiente para que mi padre y yo no la escucháramos. Ya no salíamos a ninguna parte porque mamá dormía todo el fin de semana. Yo no sabía si mi padre se había cansado de tener que ablandarse con ella, o si ese estatus emocional de mi madre ya no le importaba. La verdad es que las cosas marchaban mal entre ellos: mi padre siempre se sentía obligado a estar con ella, Luisa, mi madre, no tanto.

En esos días ya no podía estar; cada vez que la casa se quedaba en completo silencio, buscaba notas, memorizaba las tres pasadas y me llegaba una melancólica extraña. Sentía reproche de mi madre, de mi padre, y en ocasiones hasta de mí; él tenía que saberlo hasta que yo no pudiera controlarlo. Por su lado, mi madre cambiaba constantemente de temperamento, cualquier paso en falso que hiciéramos le hacía explotar y gritonear hasta llegar al llanto. Por eso, mi padre y yo, nos aquietábamos en la sala hasta que ella se marchara a dormir.

Una tarde, mientras jugaba en el patío, encontré una nueva nota en la puerta: “Hoy es el día que ansiamos Luisa, sabes tanto que te amo que ya decirlo se me hace una bella costumbre”. No había visitas frecuentes en casa, nadie buscaba a nadie sino estaban mis padres. Traté de recordar quién pudo haber venido esa tarde; y comencé: nadie. Sólo había llegado Javier a dejar las listas mensuales a mi padre. ¡Javier, el ferviente asistente de mi padre! Sentí lo que nunca: una arrítmica palpitación que parecía salir de mi pecho, la cara se me vino en blanco y comencé a temblar de rabia. Esa misma noche –pensé– mi padre tenía que saberlo todo. Ya no podía con eso, tenía que compartir ese coraje en el que me vi encerrado toda la tarde. Caminaba por toda la casa atando los hilos: las llamadas, los temperamentos de mi madre, el aislamiento de mi padre, Javier, las notas; era una gran sopa de inquisiciones que terminaron por provocarme dolor de cabeza. Recordaba a mi madre y las venas se me saltaban. No sabía si la cólera que sentía por ella era natural, me estorbaba esa afinidad que demostraba todos los días con nosotros.

Esperé a que llegaran mis padres, tardaron mucho, así que traté de relajarme un poco. Cerca de media noche, llegaron los dos, tomados de la mano y alegres, se besaban, mi padre la cargaba y mi madre lo veía con cualquier profundidad empecible. Me llamaron muy exaltados desde la sala. Tomé fuerza valiéndome de las notas en mi mano, me acerqué a ellos, no podía soportar que mi madre fingiera tanto. Cuando estuve a su lado, apreté las notas tan fuerte como pude y las enseñé a mi padre. Miré a mi madre llorando. Papá tomó las notas sin abrirlas y alegre me dijo:

- Tu mamá está embarazada, ¡Tendrás una hermanita!…

Por tercera vez en esa semana, sentí lo extraño, y ahora más hondo. Me quedé paralizado; como si el tiempo, midiéndose en segundos, acogiera vértigos entre él y yo. Mi padre al ver las notas arrugadas se fatigó en una carcajada:

- ¡Vaya!...Pensé que tu mamá las encontraría más rápido.


A Annel, que soporta mis incontrolables propósitos.